Málaga

Los retazos del alma que guarda Ronda

  • La 64º corrida Goyesca culmina con Roca Rey y Pablo Aguado a hombros

Derecho de Pablo Aguado durante la faena

Derecho de Pablo Aguado durante la faena / Toromedia

Escribía Alberti que al sol le brotan ramas de alegría. De los adoquines de Ronda nacen suspiros de historia. Entre sus callejones, recuerdos de viejos bandoleros y almas de antiguos matadores que dieron vida al arte del toreo. El tiempo desfila a otro ritmo. A veces en carruaje, a veces enredado en la madroñera de alguna rondeña. A veces no es tiempo, sino la resurrección de una nostalgia que revive a comienzos de cada septiembre.

La Goyesca es el Mónaco de la tauromaquia. Si Umbral hubiera escrito Crónica de esa gente guapa en el ruedo maestrante, hubiera tenido para sacar 15 o 20 protagonistas más. Pero que nadie se engañe. Aunque por estas calles prima el Maestrante´s style, lo cierto es que en los tendidos del sol se puede llegar a ver alguna bermuda conjuntada con camiseta. Incluso algún valiente se atreve a defender el tercio de varas. Todo ello, en un contexto en el que el carné de buen aficionado se lo juegan los que desde lo alto del tendido dan las indicaciones más claras al matador: “¡Bien, bien! ¡Ese es el pitón bueno!”.

Lance a la verónica de Roca Rey Lance a la verónica de Roca Rey

Lance a la verónica de Roca Rey / Toromedia

La no feria (que se diría en neolengua) y la ausencia de Cayetano debido a la fractura de dos costillas que sufrió el 15 de agosto, bajó nos niveles de expectación mediática. En el ruedo, sonó el toque de la orden y no se escuchó el himno de España tras el paseíllo. Un oasis de rebeldía que es de agradecer. Roca Rey meció el capote en lances largos y templados. Moldeando las embestidas ausentes de fiereza. El público comenzó a jalear unos muletazos que no pasaban de correctos. En línea recta y despegados, el peruano construyó su faena aseada en la que brilló un cambio por la espalda rematado con un pase de pecho a pies fijos. El respetable no se contuvo los piropos, llegando a interrumpir en varias ocasiones la tanda para estallar en aplausos. Acabó con unas manoletinas de perfil, un pinchazo y una ovación.

El tercero tuvo peligro. La suerte de varas no llegó ni a la categoría de trámite y sus complicaciones comenzaron pronto a hacerse latente. Entraba descompuesto, poniendo los pitones en el pecho del torero y topando con sus muslos en las primeras embestidas. Los olé se convirtieron en uy. Lo veía el público, y Roca Rey le ponía la muleta como si fuese bueno. Tras los estatuarios, comenzó a torear en redondo. Primero por la derecha, esquivando tornillazos que acariciaban el hilo de oro del terno. Al natural se lo llevó largo, combatiendo los espadazos con la fina pluma. No se guardó el orgullo y, una vez que le pudo por la siniestra, volvió a la derecha y acabó dejando un estoconazo en lo alto que le valieron las dos orejas.

Natural de Pablo Aguado Natural de Pablo Aguado

Natural de Pablo Aguado / Toromedia

No lo dudó con el quinto. Se desplomó en el suelo, de rodillas, enlazó varios pases por alto y un péndulo con las piernas a merced del animal. En el centro del ruedo, las tandas en redondo. Mano baja, trazo largo y ovación profunda. Fue la tónica de una lidia que se alargó en media docena de compases. Claudicó la obra ante unas ajustadísimas bernadinas. Dejó la estocada tendida y eso le sirvió para cortar otras dos orejas generosas, todo sea dicho. El primero al que se enfrentó Pablo Aguado fue un mansurrón inservible. Husmeó por cada rincón del ruedo, huyendo de una lidia que cayó en los pecados del desorden. Parecía que sí, en los primeros pases de rodilla flexionada y franela erguida. Pero fue que no. El de Jandilla hizo un extraño (no por peligroso, sino por flojo), y ahí quedó la historia. La espada caída y el público lo ovacionó.

Brindó el cuarto al respetable, agradeciendo el cariño de una plaza que hace dos años conoció el fondo de torero artista que rezuma Aguado. Se fue al lugar por el que la conciencia camina tranquila, al fresco del albero húmedo, clavando la rodilla en el suelo y dejando correr un manantial de aroma a sevillanía que quedó suspendido en el aire. Sus pasos, silenciados en la arena, danzaban por el tercio. Un molinete, un natural roto. Y luego otro. Y vinieron más. Y en cada uno de ellos, un quejido. Aquello tuvo la belleza que deja el regusto de la imperfección. Para qué más. La gracia estaba ahí, envolviéndose en la antesala de la muerte. Pinchó y cortó una oreja.

Recibió al sexto con una larga cambiada de rodillas. La naturalidad quedó rendida ante Aguado. La relajación de la tela, acariciando el ruedo, mecía los pasos del flojo sexto. Caía en los finales de tanda, pero ahí estaba el torero, clavando la barbilla en el pecho, rompiendo las tandas con el arrebato de la inspiración. La trompeta de la banda acompañó las notas de Ópera flamenca, llenando de musicalidad unos tiempos muertos en los que los olés comenzaban a gestarse. A veces las cosas no tienen que ser trascendentales. Solo bellas. Un abaniqueo por la cara del toro y el estoconazo entero. Recibió las dos orejas, y los matadores fueron llevados a hombro hasta la puerta por la que llevan saliendo toreros estos últimos 64 años.

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