El aeropuerto de Málaga, una pequeña ciudad de tránsito cosmopolita
Pasada la resaca de las fiestas, la actividad no se detiene en el aeródromo, convertido en un crisol de realidades vitales
El aeropuerto de Málaga bate récord: roza los 25 millones de viajeros en 2024

Los aeropuertos también tienen sabores. Sabor a despedidas entre lágrimas, a snacks a deshoras junto a una máquina de vending, a reencuentros que culminan con abrazos que querríamos que fueran infinitos. A veces, porque no siempre afloran, son más insípidos. El trabajo manda: no solamente se viaja porque se quiere sino porque se debe. Pero hay cosas que no cambian. Las maletas que repiquetean nerviosas sobre el enlosado, los carteles con letras amarillas que se pierden en el horizonte de la terminal, las mariposas que se resisten a abandonar el estómago pese a llevar unas cuantas valerianas. Todo cabe en estas pequeñas ciudades de tránsito cosmopolita.
Son las doce menos veinte de la mañana. Pasada la resaca de las fiestas, la actividad no se detiene en el aeródromo de la capital malagueña, convertido en un crisol de realidades vitales. Los viajeros transitan por las instalaciones a sus propios ritmos. De la carrera nerviosa de quien teme quedarse en tierra a la absoluta lentitud que da la tranquilidad de que el avión sale en horas. Ajeno a esa lógica queda un tercer grupo que prefiere mantenerse en stand-by sumido a ratos en los brazos de Morfeo.
Un ciudadano anónimo, con una chaqueta a modo de almohada, comulga con el ejemplo echando una plácida siesta bajo la palabra sweets (dulces) de una tienda de golosinas, garantizándose de paso soñar cosas bonitas. No demasiado lejos un tipo barbudo hace lo propio al calor de las cintas mecánicas, como si el soniquete que provoca su movimiento le sirviera de nana. Y más allá una pareja despliega un pequeño campamento de supervivencia, al estilo Bear Grylls, con los bártulos esparcidos por los asientos.
Las alternativas para evitar dejarse atrapar por el tedio, en cualquier caso, son numerosas en el AGP. Las cafeterías están en la casilla de salida. Aunque no son, ni de lejos, la única opción. Al lado de la parada de taxis, en Dehesa Santa María, cuatro buenas señoras dicharacheras alternan unos capuchinos, a pesar de ser de la quinta de los nespresso de Clooney, con unas Estrella Damm que no se saltaría un bebedor promedio. Sí, a estas horas se hace complicado elegir.
Paseando al sol, una extranjera exclama a su amiga lo que es una certeza en esta bendita tierra: oh, it's sunshine! (oh, hace sol), le dice mientras dirige la mirada al cielo. Portando un vaso en la mano, una joven nórdica con trenzas tan rubias que parecen blancas departe en lenguaje de instrucciones de Ikea con un joven con pelo de escarola. Quién sabe si sobre el montaje de alguna estantería para cuadrar el círculo. Y colocado bajo una mesa un golden retriever de grandes dimensiones, pegadito al igualmente mastodóntico transportín en el que viajará luego, espera espachurrado contra el suelo a que su dueño se acabe la consumición. O lo que se tercie, porque parece que la cosa va para largo.
Resisten al paso de los años en el aeropuerto, igual que en algunos centros comerciales, los fotomatones (al menos uno) en los que se puede pasar el rato realizándose dos fotografías por el módico precio de un euro, según la tarifa estándar de la empresa. Siguiendo el hilo de cosas sacadas de otra época que nadie usa es preciso destacar que quedan buzones de Correos por la zona (en este caso, al menos dos). Salvo tormenta solar que achicharre todos los satélites, y por tanto se escogorcie WhatsApp, efectivamente nadie se acercará para mandar una carta. Pero no está de más saber que siguen existiendo, por si apetece mandar una postal de la Alcazaba.
Mucho más útil se presenta la tienda de maletas, de todo tipo, color, material y resistencia (¡para que después se acaben perdiendo!) que alberga el aeródromo. Con personal diestro en la temática, una familia angustiada por el cierre de su equipaje salía de allí agradecida a la vez que satisfecha. No es que se pueda equiparar la urgencia, salvo por operación de cataratas de por medio, si bien la tienda de gafas allí instalada hace las delicias de los fotosensibles. Para los que quieran probar suerte, cuenta con administración de lotería: El Avioncito de Oro. Para los que aunque persigan la fortuna no la atrapen, cuenta con Burger King.
A las puertas del Café Pans la atención se concentra en uno de esos puntos de recarga de cachivaches electrónicos. De lejos sólo se ven cables. Junto a los que alguna mente hábil, por cierto, ha colocado un Bifrutas, pero ese es ya otro tema. Con asientos alrededor de una suerte de tótem luminoso, podría decirse que este dispensador de batería actúa como un atrapapolillas, haciendo atractivo el lugar con su luz azul para todos aquellos que tienen el móvil seco. Mientras el porcentaje de carga va en aumento una opción más que respetable es volver a los libros, como buenamente hacían dos viajeras con sendos manuscritos de páginas amarillentas, aprovechando que estos espacios no suelen ser demasiado ruidosos.
Respecto al entretenimiento puro, como quien dice, cada uno se lo monta en los aeropuertos como puede una vez agotadas, o desechadas, las opciones que requieren un desembolso previo. Es entendible: se anuncian sandwiches por 9,95 euros. Un veinteañero con unos cascos inalámbricos se paseaba impasible a lomos de un monopatín. Patinetes también había, eso sí, correctamente estacionados, e incluso usados como percheros. Los que se decantaron por la opción pedestre, en su mayoría, divagaron sin rumbo ante la incertidumbre, tal como hacía un tipo con pinta de alemán, colorado y orondo, que circulaba de manera errática.
Incluso una muchacha, se intuye que poco fan de Mr.Bean, se entretuvo en procesionar un peluche al que le asomaba la cabeza por fuera de la mochila, cuando podía haberlo tuneado con unas tijeras a la semejanza del genio. Para las familias con niños se muestran una buena opción los diminutos parquecitos que hay dispuestos en varios puntos, pese a que ahora sin vacaciones de por medio apenas hay trasiego de menores. Se debe saber, además, que el estar de paso no es motivo para no reciclar: hay papeleras de cuatro colores, también queda algún que otro tic de la pandemia en forma de dispensador de gel hidroalcohólico y por si la cosa es seria hay una farmacia donde dar matarile a los patógenos que ya lo han corroído a uno.
A las afueras, en el parking general, la urbe que es el aeródromo tiene disponible una amplia gama de coches de alquiler de mano de hasta diez empresas diferentes, si es que no se prefiere un taxi, VTC, autobús, Cercanías o tirar de vehículo privado. Ya se trabaja en drones no tripulados, pero distan de ser una realidad, y tampoco tenemos tanta prisa. Los turismos disponibles para arrendar son los más fáciles de reconocer en el estacionamiento, no ya por la tira corporativa que cuelga del espejo retrovisor interior, sino porque son los que más brillan a la luz del día.
Acabar en Ámsterdam, Múnich o Roma es posible. Pero lo mejor de la pequeña ciudad del aeropuerto, sin duda, es la intensidad con que se experimenta la vida. Unos globos en forma de corazón empuñados por dos mujeres latinas esperan a sus nuevas dueñas. Afligido por la demora, un conductor con un apellido plagado de consonantes escrito en una cartulina tira de oficio para mantenerse erguido a pesar del cansancio. ¿No es este el beso más ardiente del que haya sido testigo nunca? Unas niñas, parece que por fin después de tanto tiempo, abrazan de nuevo a su familia entre achuchones y arrumacos. Esa sonrisa sólo puede significar una cosa: la caja de bombones no llegará intacta a casa. Son los sabores del aeropuerto. Porque todo cabe en estas pequeñas ciudades de tránsito cosmopolita.
También te puede interesar
Lo último