Calle Larios

Tan fácil como una vacuna

  • Si la pandemia nos devolvió nuestra identidad animal, expuesta a los imprevistos de la naturaleza, la vacuna entraña el triunfo de la civilización

  • Lo mejor será encontrar el equilibrio

Resulta abrumador pensar en la cantidad de talento, trabajo y tiempo invertido en sacar adelante algo tan sencillo como esta vacuna.

Resulta abrumador pensar en la cantidad de talento, trabajo y tiempo invertido en sacar adelante algo tan sencillo como esta vacuna. / Marilú Báez (Málaga)

El pasado viernes acompañé a Manuela a su cita para inocularse la vacuna contra el coronavirus en el Palacio de Ferias y Congresos. Coincidimos allí con varios de sus compañeros de instituto, aunque, claro, en ningún momento se apeó nadie de sus coches. Habíamos visto fotos de la jornada anterior con algunos atascos, así que fuimos con tiempo, pero encontramos el paisaje ciertamente tranquilo y ordenado, con todo el mundo en sus puestos y una resolución fluida. Impresionaban un tanto, eso sí, las geometrías que las filas de vehículos conformaban en el enorme recinto vacío, con el personal sanitario pertrechado en sus indumentarias protectoras y listo para recibir a los profesores en parejas convenientemente aisladas, en una estampa digna de recreación cinematográfica a lo Tarkovski. No hubo que esperar mucho: apenas unos minutos después de tomar el carril indicado, allá que llegó su turno con AstraZeneca (en algún listado de grupos profesionales relativo al orden para la vacunación vi que los periodistas figuramos los últimos, lo que cabe interpretar, tal vez, como una verdadera declaración de intenciones) con el protocolo estipulado. Primero, el interrogatorio obligado: alergias, posibilidad de embarazo y condición zurda o diestra para dar el pinchazo en el otro brazo, lo que nos invitaba a pensar en posibles efectos musculares que, sea como sea, no tuvieron lugar. Una vez administrada la dosis, primera de las dos señaladas, se nos conminó a dirigirnos a otra fila de vehículos, guardar nuestro puesto y esperar allí durante quince minutos. No hubo más explicaciones, aunque supusimos que el plazo constituía una medida de precaución ante determinadas consecuencias adversas que, de nuevo, y afortunadamente, no sucedieron. De modo que allí nos quedamos durante quince minutos, sin salir del coche, con el motor apagado y con el apósito en el brazo de Manuela muy cerquita de donde recibió la vacuna contra la viruela poco después de nacer. Por más que los atascos constituyan una maldición habitual cuando más nos consume la prisa, quince minutos en el interior de un coche, en una fila de usuarios más o menos anónimos y sin nada más que hacer, dan para mucho. Desde mi puesto veía los rostros de profesores que han estado expuestos al contagio desde que comenzó el curso, cada día, en aulas atestadas por mucho que Educación afirmara lo contrario, con las ventanas abiertas a todo pulmón en pleno invierno, y barruntaba sobre la sencillez del gesto que comporta la vacuna. Había algunas miradas distraídas, otras preocupadas, tal vez por las noticias sobre los efectos secundarios. Pero si esta pandemia ha sido una batalla larga, desesperante y a veces cruel, casi parecía injusta una resolución tan anodina: un pinchazo, una tirita y a casa.

Si la epidemia nos enseñó que no podemos avanzar solos, que nos necesitamos unos a otros, la vacuna nos lleva a la misma conclusión

Pero en esos quince minutos hablamos Manuela y yo sobre cómo la epidemia nos ha devuelto como especie a nuestra condición animal: salvo las mascotas comunes, protegidas también con sus vacunas, la mayor parte de las criaturas de la Tierra viven expuestas a contagios masivos de los que sólo una mínima y esporádica parte constituyen una amenaza real para los humanos, inmunes gracias al desarrollo científico. Ahora, nuestra generación ha aprendido de primera mano que también la naturaleza juega esas cartas afines a la destrucción, por más que casi nunca nos demos cuenta, por más que tales calamidades no vayan con nosotros, quienes, sin embargo, hemos podido constatar ahora hasta qué punto vamos en el mismo barco. Las vacunas, por el contrario, entrañan el triunfo de la civilización, el apogeo de cuanto nos hace distintos de los animales sin amparo ante el infortunio vírico y de cuanto garantiza así el éxito de nuestra especie sobre las otras, por más que el mismo pueda considerarse una sentencia de muerte para el planeta. Sin embargo, cuando ya enfilábamos la salida del Palacio de Ferias, era imposible no reparar en los que se han dejado la vida en esta pandemia. Y en todos los que se han dejado el alma, las pestañas, las horas de sueño y el talento en conseguir sacar adelante la vacuna que ahora recibían estos profesores en un ritual aséptico y sin embargo emocionante. Si la epidemia nos enseñó que no podemos avanzar solos, que nos necesitamos unos a otros, la vacuna nos lleva a la misma conclusión.

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