Málaga

La casa donde dan “buena vida” para acabar con las drogas en La Palmilla

Algunos internos en el salón de 'La Casa de la Buena Vida', acompañados por Chule, el fundador de la misma. Algunos internos en el salón de 'La Casa de la Buena Vida', acompañados por Chule, el fundador de la misma.

Algunos internos en el salón de 'La Casa de la Buena Vida', acompañados por Chule, el fundador de la misma. / M. J. DÍAZ ALCALÁ

Desaprender lo aprendido y deshacerse de hábitos nocivos no resulta tarea sencilla. Pero, todavía se hace más complejo cuando naces y creces en una barriada como Palma-Palmilla donde la falta de oportunidades y la marginalidad reinan. Entonces las reglas del juego cambian y las leyes parecen baladí. Traficar con droga se convierte en un oficio como otro cualquiera y consumirla no parece un asunto grave. Tomarse la justicia para saldar cuentas pendientes es la norma y emplear armas para ello denota poder y autoridad. 

De estas cuestiones sabe bien Jesús Rodríguez, más conocido por todos como Chule. Una estancia entre rejas le cambió la visión de la que hasta entonces había sido su realidad, como la de otros tantos chavales del distrito número 5 de la capital malagueña. Tras recuperar la libertad, quiso trabajar para ellos, para demostrarles que pueden desprenderse de un ideario cultural basado en el conflicto. Sobre todo, entre familias de la barriada. Después de años de lucha y constancia para dar una mejor vida aquellos vecinos en riesgo de exclusión, Chule se ha convertido casi en un mesías, a quien acuden cuando tienen un problema, necesitan pan, techo o simplemente quieren un consejo. 

Con el objetivo de extender esa red de ayuda y atajar el eterno problema del barrio con la droga, Jesús decidió crear La Casa de la Buena Vida, una finca situada en un cerro a las espaldas de Palma-Palmilla que acoge a población drogodependiente para atender sus necesidades básicas, aislarla del mundo exterior y darle herramientas para llevar a cabo una progresiva desintoxicación. La fe es una de ellas. 

Un carril y una reja blanca dan la bienvenida a una vivienda rural que cuenta con varias hectáreas de plena naturaleza donde crece la vida, y no solo por las frutas y verduras que nacen de la tierra o emanan de los árboles, sino por las segundas oportunidades que esta brinda.

Entrada a 'La Casa de la Buena Vida'. Entrada a 'La Casa de la Buena Vida'.

Entrada a 'La Casa de la Buena Vida'. / M. J. DÍAZ ALCALÁ

 

Una de las zonas de la finca. Una de las zonas de la finca.

Una de las zonas de la finca. / M. J. DÍAZ ALCALÁ

A las 8:00 suena el timbre que pone a los cerca de 40 internos que hay actualmente en pie. Media hora para asearse y vestirse. A las 8:30 desayunan y comienza oficialmente el día. Los encargados del centro informan sobre el reparto de tareas que cada uno deberá desempeñar a lo largo del día. Estas labores están dedicadas, fundamentalmente, al mantenimiento de la casa y de las inmediaciones, tales como el cuidado de los huertos y de los animales.

Algunos miembros de la casa deciden ingresar voluntariamente; otros, entran por iniciativa de sus familiares. En cualquier caso, son muchos los que deciden quedarse cuando ya se "curan" por el sentimiento de hogar y con el propósito de ayudar a futuras personas en situación de vulnerabilidad que lleguen a la finca. Este es el caso de Gustavo (42), que se ha convertido en la mano derecho de Chule. 

Gustavo limpiando una barbacoa en 'La Casa de la Buena Vida'. Gustavo limpiando una barbacoa en 'La Casa de la Buena Vida'.

Gustavo limpiando una barbacoa en 'La Casa de la Buena Vida'. / M. J. DÍAZ ALCALÁ

Han pasado ya siete años que puso un pie en La Casa de la Buena Vida. La primera estancia se prologó casi un año. "La verdad es que me fue muy bien, pero probé a salir a la calle de nuevo y recaí, así que decidí venir de nuevo", cuenta mientras desengrasa una barbacoa. Hace apenas dos meses, salió de prisión. No lo pensó, la primera visita fue a la finca para ver a Chule -el que considera como su hermano mayor-. "Aunque tenía una habitación pagada para un mes y medio, cogí mis cosas y me vine para acá porque es donde me siento útil y lleno. Aquí tengo a mi familia", reconoce. 

Este sentimiento también es compartido por algunos de los veteranos, como María del Mar (55) y Jesús (55). Ambos se conocían de vista, pero no fue hasta hace unos siete años cuando coincidieron en la casa intentando deshacerse de lo que les había llevado allí y empezaron a conocerse. Quién les diría que ese lugar, al que llegaron huyendo del consumo, no solo les haría dejarlo, sino que les devolvería las ganas de vivir, la ilusión y hasta el amor.

María del Mar y Jesús, una de las parejas que ha nacido en la casa. María del Mar y Jesús, una de las parejas que ha nacido en la casa.

María del Mar y Jesús, una de las parejas que ha nacido en la casa. / M. J. DÍAZ ALCALÁ

Ella estaba "tirada en la calle, aparcando coches y pasando hambre". Él tuvo varios ingresos y saldas en el centro hasta que "la calle se convirtió en un lugar donde no veía salida". La Casa de la Buena Vida los unió y ahora no se imaginan viviendo fuera de ella. El futuro lo visualizan "feliz". Eso sí, si es juntos, aseguran. "Si no estuviese con él, no sé qué haría porque es quien me apoya y me anima. Todos los días le doy gracias a dios por poner a mi niño en mi camino", manifiesta -emocionada- María del Mar.

A Antonio, confiesa, le ha salvado "la religión". Con una infancia complicada, relata que empezó a consumir cocaína a los 17 años. De profesión, cocinero, aprovechaba cuando salía de trabajar para drogarse. Su primera mujer -y madre de su hija- decidió poner punto y final a la relación por este mismo motivo. Entonces, él se fue a vivir a la Línea de la Concepción (Cádiz), pero no dejó las sustancias estupefacientes. 

Antonio, uno de los miembros de la casa. Antonio, uno de los miembros de la casa.

Antonio, uno de los miembros de la casa. / M. J. DÍAZ ALCALÁ

En 2021, regresó a su barrio, La Palmilla, Chule lo rescató, pues estuvo a punto de quitarse la vida. Define los primero días, incluso los primeros meses, como "muy duros". El camino no ha sido lineal, apunta. Hoy, exclama que puede "cantar victoria", aunque tampoco se puede "descuidar mucho". No bajar la guardia es esencial para no recaer y así se lo repiten también a los que acaban de ingresar en la casa. 

David llevaba apenas 22 días cuando Málaga Hoy visitó la finca. Su ingreso no fue voluntario, lo llevó su padre. En una casa rural, con solo 16 años, fue la primera vez que probó las drogas. Desde ese momento hasta el actual, cuando ya ha cumplido los 21, ha atravesado "momentos tanto de depresión como de subidón". "Mi padre estaba desesperado porque mezclaba alcohol y pastillas, se me fue la pinza", lamenta.

David (derecha) en compañía de otro interno. David (derecha) en compañía de otro interno.

David (derecha) en compañía de otro interno. / M. J. DÍAZ ALCALÁ

 

Se siente "con ganas" y "fuerzas" para comenzar un nuevo camino. Pero Chule sabe marcar los tiempos. "El niño -que no es el último en ingresar, pero sí el más joven de los internos- está respondiendo muy bien, lo que pasa es que se desvía muchas veces y tenemos que estar pendientes. Tengo que verle un par de pasos más para que pueda ganar cosas, como por ejemplo ir al gimnasio", explica. David sabe que el camino en el que ahora está es el único para conseguir sus sueños: llegar a ser cantante o futbolista. También le gusta escribir. "Ojalá en el futuro me cure y pueda contar a otros chavales mi experiencia para que no caigan ni en las drogas ni en los malos pensamientos como lo hice yo". 

Actualmente, la casa no cuenta con ningún tipo de subvención, todo lo hacen desde la autogestión, asegura. Sin embargo, esperan algún tipo de ayuda pública como agua de mayo. Chule explica que, de recibirla, podría contratar a profesionales del área de salud mental, tales como psicólogos que lleven a cabo terapias con los internos o personal técnico que los pueda acompañar en sus gestiones y salidas a consultas médicas o a los juzgados. 

El bien sin mirar a quién

Pero, la casa no es el único proyecto de Jesús Rodríguez. Desde 2012, este vecino de Palma-Palmilla, junto con voluntarios y colectivos sociales, da comidas y reparte alimentos en una antigua entidad financiera que apodó como  “Er Banco Güeño”.  

Todos los jueves, a partir de las 17:00, hago un sol abrasador o truene, decenas de palmilleros se agolpan a las puertas de este local para recibir una bolsa generosa de frutas y verduras -todos los productos los brinda Bancosol y Er Baco Güeño se encarga de su distribución. Para recibir esta ayuda, las personas han tenido que presentar su documentación y explicar su situación a los coordinadores del proyecto, que evalúan si son aptos o no. Aunque Chule es rígido a la hora de explicar las normas, confiesa que “si llega una mujer con necesidad sin carné y sobra algo se lo damos”. “Hay veces que la realidad supera la ficción, hay muchas criaturas pasándolo muy mal y el problema es que hoy en día ser pobre es ser delincuente”, lamenta. 

Esperando su turno en la cola, Ana cuenta a este periódico  lleva unos tres meses viviendo en Palma-Palmilla. Aterrizó en Málaga tras quedarse sin vivienda en Ucrania debido a la guerra que asola el país desde febrero de 2022 a causa de la invasión rusa. Todavía no se maneja apenas con el español, pero ha encontrado en la barriada situada al norte de la capital, en el margen derecho del río Guadalmedina, una red de apoyo.

Y es que de los 30.000 habitantes censados en este distrito muchos son inmigrantes, por lo que la barrera del idioma se hace más liviana. “Si hay algo que premia en el barrio es que nos llevamos muy bien entre la diferentes culturas. Si tu paseas por La Palmilla tienes bares africanos y gitanos cantando en la puerta de sus casas”, destaca Jesús Rodríguez. El trabajo de las asociaciones en la barriada para resolver los problemas que allí ocurren y atañen a sus vecinos también es singular. 

Una mujer musulmana esperando para recibir alimentos; de fondo, la bandera gitana. Una mujer musulmana esperando para recibir alimentos; de fondo, la bandera gitana.

Una mujer musulmana esperando para recibir alimentos; de fondo, la bandera gitana. / M. J. DÍAZ ALCALÁ

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