La ciudad interior

Calle Larios

Ah, pero ¿Málaga tenía un puerto? l La plácida existencia mesetaria de espaldas al mar brinda su resistencia: a ver quién es el guapo que de verdad inaugura el Muelle Uno l Igual lo más conveniente es olvidarlo todo l Los cruceristas siempre podrán llegar en autobuses l Nadie iba a notar la diferencia

Pero, ¿qué es el Muelle Uno sino una prolongación de la calle Larios algunas manzanas más allá?
Pablo Bujalance

02 de diciembre 2011 - 01:00

TAN seguro está el Patronato de Turismo de que Málaga es la capital de la Costa del Sol y al final va a ser más de la meseta que Alcalá de Henares. Al menos, en lo que a puerto se refiere. Los intentos por parte de la administración pública de devolver este rincón a los ciudadanos han gozado de promoción a raudales en los últimos años, pero han sido intentos dubitativos, a medias. Ahora tiramos la verja pero no la tiramos, ahora inauguramos el Palmeral pero a ver si viene alguien (mientras siga habiendo verja, difícil será) y ahora inauguramos el Muelle Uno, pero quieto, todavía no, que sigue todo manga por hombro. Mientras ponen el invento en marcha o no lo ponen, o lo ponen a plazos, que es como parece que funciona todo en este territorio, uno no tiene más remedio que constatar que el puerto sigue siendo un fenómeno extraño y ajeno a la vida diaria de la ciudad. Exactamente lo que ha venido siendo en los dos últimos siglos. El argumento ilustrativo apenas admite réplica: ¿para qué tendría que entrar alguien al puerto? En la práctica, desde hace décadas, el recinto no sirve más que para recibir cruceristas (aunque el recibimiento verdadero lo ofrecen las gitanas con sus ramitas de romero en el Paseo de los Curas), buques de mercancías (que sin el corredor ferroviario pondrán rumbo en el futuro a Algeciras y pasarán de largo) y el Melillero. Pero, más allá del tráfico marítimo, para el probo peatón malagueño el puerto ha sido lo que había al otro lado de la verja. Un apéndice sin atractivo. Si mi mermada memoria no me traiciona, el puerto no figura entre los paisajes urbanos especiales de mi agitada biografía sentimental. Recuerdo que mi padre, cuando yo era un crío, me llevaba a pasear de vez en cuando a la Farola, pero estaba todo tan sucio que no había muchos lugares en los que recrearse. Luego, ya mozalbete, practiqué (lo confieso) la pesca furtiva un par de noches (una vez atrapé algo pegajoso que devolví al mar). Pero para los adolescentes de mi generación no ha sido el puerto el rincón idóneo para llevar a una chica. Lo único que se podía hacer allí era el cafre. Por eso, cuando visito otras ciudades costeras cuyos puertos están plenamente abiertos al tránsito humano siento más nostalgia que envidia, una melancolía de oportunidad perdida.

En pocas ciudades, además, el puerto ocupa un enclave tan próximo al corazón de la urbe como en Málaga. Seguramente, cuando Cánovas del Castillo ideó el Parque condenó al mismo tiempo a la capital a perder el puerto (otra ley no escrita para Málaga: cada nuevo logro implica siempre una pérdida), pero en realidad esto es lo de menos. Lo más triste es comprobar cómo la maldición persiste y admitir que ni siquiera el Muelle Uno, en el que tantas esperanzas hay puestas, servirá para integrar el puerto en la ciudad anexa; a lo sumo, prolongará la calle Larios unas cuantas manzanas más allá, pero no es exactamente lo mismo. Y llegados a este punto, ¿no sería lo más razonable desistir de una vez en el empeño y mandarlo todo a hacer gárgaras? Los cruceristas siempre podrán venir en autobús a ver la Alcazaba y el Teatro Romano, y por lo demás nadie iba a notar la diferencia. En lugar de verja, haría falta un buen muro al estilo Guerra Fría en la Plaza de la Marina para dejar claro que Málaga no entiende de puertos. Todo lo que no sea uno deportivo al más alto standing es una pérdida de tiempo. Y al fin y al cabo, las ciudades de interior tienen su encanto: hace más frío pero se come mejor carne, las tradiciones se mantienen con más fidelidad y a las ocho de la tarde todo el mundo está en su casa. En gran medida, Málaga se condenó a sí misma al atraso cuando levantó la verja e hizo del mar algo ajeno. La factura, como se ve, está saliendo demasiado cara.

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