Sobre el gobierno de los pulmones

Calle Larios

Esta semana, la Málaga aletargada ha asistido a una colorida campaña contra el endurecimiento de la ley antitabaco l Lo de apelar a la responsabilidad y a la libertad a partes iguales resulta edificante, por mucho que en el fondo se demuestre una sonora carencia humana l Con lema del Mayo del 68 y todo

Pablo Bujalance

Málaga, 03 de septiembre 2010 - 01:00

CON el periplo vacacional terminado, la vuelta al cole, el paro de nuevo en alza y quienes tienen un trabajo deseando perderlo a costa de la lotería, septiembre es uno de esos meses que suelen generar pocas simpatías. Comentaba recientemente sin embargo esta circunstancia con mi compañero Juan Antonio Navarro y ambos coincidíamos en que el mes más favorable para Málaga es el corriente: la temperatura empieza al fin a ser agradable, y no infernal; el campo es de nuevo visitable y además cobra colores fabulosos, mientras que la playa se muestra cada día más deshabitada, más accesible, más limpia (esto en la medida de lo posible); y, sobre todo, la luz se tiñe de brillos fantásticos, entre el esplendor y lo sombrío, especialmente en los amaneceres ya plenamente otoñales, a partir del día 20. Septiembre, más que enero, es además un mes idóneo para asumir buenos propósitos y proyectos con los que dar un poco de ilusión a tiempos tan aciagos. Pero, claro, uno entiende que motivos tan bucólicos se quedan habitualmente en las puertas de las oficinas, de las aulas, de las construcciones, de los hospitales, de los grandes y pequeños almacenes; ahí toca partirse la cara otra vez y agarrarse fuerte a cualquier clavo ardiendo para capear el temporal. Precisamente por estas connotaciones, traducidas a menudo en ansiedad, estrés o simple mala leche, septiembre ha sido considerado, históricamente, el peor mes posible para intentar dejar de fumar. El pitillo de rigor, aunque sea en la calle mientras llueve y con un cartel de delincuente colgado al cuello, significa para muchos el único alivio posible, el kitkat menos vergonzoso, el recreo más sucio y seguramente por ello el más reconfortante. Y cuando un probo fumador está hasta las narices de lo que se puede estar a las narices, se lleva el cilindrín a los labios y entonces le cae encima todo el peso de la ley en plan estalinista (sólo faltan ya, de hecho, campos de reeducación para reincidentes), es usted un insolidario aberrante porque con el humo de su tabaco no sólo se mata usted sino que mata lentamente a quienes le sufren, no deben faltarle motivos para apelar a algún Herodes que ponga las cosas en su sitio. El pasado miércoles se celebró en el centro de la ciudad una manifestación muy bien organizada contra el endurecimiento de la ley antitabaco: los participantes vestían prendas uniformadas y lucían el bonito lema del Mayo del 68 Prohibido prohibir, mientras daban cuenta de sus cajetillas a placer. Se quejaban además de que sacar a once millones de personas a la calle, una vez que se cierren todos los establecimientos hosteleros en toda su extensión al humo, constituye, además de un incremento del ruido que pagarán los vecinos y un irracional gasto para los dueños de los locales, un atropello contra la libertad individual. Y ante semejantes argumentos, oiga, a uno se le ponen los dientes largos.

Que conste que escribo sobre el asunto sin conocimiento de causa. Jamás, en toda mi vida, he probado un cigarrillo. Ni una calada. Pero me he criado entre fumadores y soy, según el bestiario general de estos asuntos, un no fumador tolerante. Claro que agradezco que pidan permiso cuando alguien enciende un cigarrillo a mi lado, y prendo mis vituperios contra quienes lo hacen en un ascensor. Entre las legítimas reclamaciones de quienes se consideran desplazados y una ley sin sentido que viene a anular otra anterior que a su vez costó demasiados sacrificios a quienes no tenían culpa de nada (la Sgae, encima, se apuntó a cobrar a los hosteleros por poner la radio: éramos pocos) para exigir aún más sacrificios, lo que cabe lamentar es que tenga que venir una ley para poner, o pretenderlo, algo de paz en el campo. ¿Dónde está la capacidad de entenderse que competía a los seres humanos? Desde que nos quitaron la ética y nos metieron la urbanidad, no servimos ni para darnos un apretón de manos.

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