El imposible juego del parchís

La resolución última del asunto de La Casa Invisible, además de un evidente síntoma de despotismo ilustrado, revela que en Málaga llegar primero al centro no significa ganar la partida l El corazón de la ciudad se cae a pedazos, pero el suelo vale su precio en trigo l Para la periferia, mejor no salir

03 de julio 2009 - 01:00

ESTO del periodismo se parece a veces a un giro de 360 grados: das una vuelta completa y al final regresas al mismo punto en el que estabas. En un artículo reciente había planteado el atentado a la lógica que supone la ocupación por parte de las administraciones públicas de algunos edificios emblemáticos del centro para delegaciones burocráticas mientras algunas iniciativas como la Caja Blanca, dedicada a la promoción de jóvenes creadores, se levantan directamente en la periferia, en este caso en Torre Atalaya, lejos del centro y por tanto de los ámbitos de influencia y reunión de los potenciales usuarios del equipamiento. Pues resulta que el Ayuntamiento ha anunciado que desalojará la Casa Invisible de calle Nosquera y ha propuesto a sus irregulares inquilinos, precisamente, las dependencias de la lejana Caja Blanca para la práctica de sus actividades. Que el Ayuntamiento le dé la razón a uno de esta manera resulta casi un halago, pero los okupas de la Invisible han dicho que nones y han anunciado un calendario de movilizaciones que empieza hoy. De poco han servido la mayoritaria respuesta social favorable y el apoyo de entidades altamente respetables como el Museo Centro de Arte Reina Sofía, pero lo cierto es que los próceres municipales ni han explicado sus motivos para no contribuir a la legalización de la situación (la premisa de un centro de emprendedores pensado para el mismo edificio se ha pronunciado siempre con la boca pequeña) ni se lo han pensado mucho a la hora de proponer una alternativa: lo de la Caja Blanca suena a despecho, o a date prisa que algo tenemos que decir, allí mismo. A los promotores de la Invisible no les ha servido llegar los primeros al centro para ganar la partida de parchís, porque en realidad el centro ya estaba ocupado por el Consistorio; así que han sido expulsados a la casilla de salida, en la periferia. En su aire de despotismo ilustrado, todo para el pueblo pero sin el pueblo, el caso ha servido para dejar las cosas claras y demostrar que quien dictamina lo que sucede en el corazón de la ciudad es el Ayuntamiento, no el ciudadano. Al Ateneo, institución señera donde las haya y a la que en su día estuvo ligado el mismo alcalde, le cayó de los cielos municipales el bonito edificio del antiguo convento de calle Compañía (y aquí surge una duda: ¿por qué a la Casa Invisible no se le plantea una solución similar que, precisamente, elimine la okupación de su condición?; ah, pedagogía), pero reformar la antigua Escuela de Bellas Artes que lo corona para uso público es un cantar distinto, por mucho que se use a Picasso como cebo.

Cada vez que me da por entrar a calle Beatas se me hace un nudo en el estómago. Acceder después a Tomás de Cózar es dar coartada a las ganas de salir huyendo. Desde niño he visto cómo la antigua judería se caía a pedazos sin que nadie pusiera remedio, y ahora que todo está hecho trizas el Ayuntamiento anuncia una somera reurbanización, pero cuidado, no nos entusiasmemos, los solares seguirán donde están y la ruina se mantendrá bien visible. Incluso he llegado a pensar (me protege el clásico: si lo hago mal, probablemente acertaré) que el Consistorio prefiere el centro así, feo, ingrato a ojos que lo sienten suyo. Hasta en la reciente reapertura de la flamante iglesia de San Juan me encontré dos pintadas aberrantes en la puerta de las cinco bolas, agresiones que no he visto en las iglesias que he visitado en ciudades de mayoría musulmana. La explicación, en este arrebato de maldad que me sale por las orejas, sería similar a la que se puede argüir con respecto al maltratado entorno de la Trinidad y el Perchel: el suelo es cada día más caro y cuando haya luz verde para construir pisos a mansalva alguien se lo llevará calentito. Sacar a la Casa Invisible del centro es, paradójicamente, hacerlo más invisible, menos abierto a la participación. La Málaga del futuro tendrá a su población embutida en la periferia y un centro vacío que incrementará a cada instante su precio. El Apocalipsis aquí se llama especulación.

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