La lista de los reyes gordos
Parece que los malagueños, entre otras cosas, tampoco comemos bien. Lo de la dieta mediterránea ha quedado de lujo como marca para la Junta de Andalucía, pero la práctica común ciudadana es una realidad distinta
ME he puesto a dieta otra vez. Cada mañana me levanto bien temprano y me lío a caminar a paso ligero durante una hora. Llevo toda la vida cargando con mi obesidad y a veces me dan estos arrebatos. En menudas veredas me da por meterme. Pero, por aquello del mal de muchos, he aprendido a prestar atención y puedo constatar que en Málaga mis compañeros son legión: cada día salen a quemar sus calorías desechables en un gimnasio (o, como yo, al aire libre), compran sus productos diuréticos en las farmacias y buscan la dieta ideal en los supermercados, donde rechazan alimentos grasos y dulces y buscan la quimera del oro entre frutas y verduritas. Y eso que, según las últimas estadísticas, a dos de cada tres malagueños les sobran kilos y colesterol, pero sólo uno de cada cuatro se cuida como debe. Posiblemente, a dos de cada tres malagueños le sobren más cosas: impaciencia, descuido respecto a la limpieza de las calles del barrio, tacañería, agresividad al volante, fidelidad al partido, parrandas en el currículum y otras lindezas. Pero ahora la gordura está de moda, han hecho una película, nutricionistas y restauradores como Ferran Adrià piden a gritos que la educación gastronómica entre en la escuela como asignatura por derecho propio y cualquier día nos cae una ley restrictiva en plan antitabaco, si el volumen excede al prescrito no se podrá acceder a restaurantes ni a ciertas áreas del Mercadona. Uno intenta sacar orgullo de donde no lo hay e imaginarse miembro de un selecto club de tripones, donde Charles Laughton (mi predilecto), Juan XXIII, Robert de Niro en los últimos veinte minutos de Toro salvaje y Cleopatra según algunas fuentes vernáculas malintencionadas (fue la nariz lo que enamoró al César) conversarían pausadamente sobre la vida y sus miserias, recostados en cómodos aposentos mientras comparten un aperitivo frugal, poquita cosa, mejor reservarse para la cena. Pero por si los apocalípticos eran pocos ahí están los psicólogos, empeñados en discernir si la curva de la felicidad es tal o por el contrario los gordos somos unos desdichados, o si tal vez es la desdicha la que provoca la gordura (no recuerdo haber sido tan desgraciado cuando vestía pañales como para ponerme tan redondo, pardiez). En fin, que ley restrictiva no tenemos de momento, pero de vez en cuando me entran ganas de que dejen de hablar de los de mi estirpe y no se interesen tanto por mi estado de ánimo. Estos días han limpiado los de Limasa mi calle con agua y jabón y la noticia me ha hecho razonablemente feliz.
En el caso de que Málaga sea una ciudad de gordos, que lo dudo a pesar de topármelos cada mañana y de las advertencias de los facultativos (los canijos son aún más, pero se hacen notar menos), habría que constatar el fracaso de la dieta mediterránea, que la Junta de Andalucía promovió con ahínco, con instituto agroalimentario incluido en el Parque Tecnológico. El aceite de oliva está muy rico, pero con mucho pan. Esta misma mañana me he topado en calle Granada con tres tipos, con pintas de ex policías y vigilantes privados, que discutían con cierto acaloramiento (sin embargo, no fundieron las pertinentes calorías) sobre cuáles son las mejores hamburguesas del mercado. Parece que las del Foster's Hollywood los dejan muy contentos a los tres, pero hasta cerrar el concilio nombraron no sé cuántas cadenas de comida rápida que sinceramente desconozco. Paradójicamente, el último grito en Nueva York consiste en llevarse al trabajo un tupper con fruta cortada. Incluso hay puestos callejeros que los venden preparados. Los judíos que gestionan el negocio de los perritos calientes han firmado una estrategia soberbia, aliándose, como ocurre a menudo en la economía, con sus peores enemigos, los lípidos de la piña y el melocotón. Pero por aquí, mientras esta pirueta gastronómica y financiera se importe y los camperos de Los Paninis de calle Victoria sigan estando tan ricos, seguirá habiendo gordos. Mi amigo Torcuato previó ya hace unos años que el alcalde haría mal en invertir un dineral en carriles bici, porque pronto todo hijo de vecino se desplazará rodando, como hacen los armadillos cuando tienen prisa. A menudo imagino Málaga en el futuro de la era espacial, dentro de quinientos años, con el Teatro Romano empantanado, el corredor ferroviario en los planes de la Junta y el proyecto del Auditorio devuelto a los arquitectos. Siempre he pensado que los pocos malagueños que queden por aquí ganarán un dineral cuidando a los ancianos practicantes del turismo estacional. Pero a lo mejor el porvenir se parece más al de Wall-E, la película de Pixar. Gordos, como pobres, habrá siempre. Y gordos seremos.
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