Málaga: crónica del frío
Calle Larios
Hay algo extraño en esta etapa inclinada al recogimiento, al abrigo, a quedarse en casa y relacionarse de otra manera con los espacios abiertos, pero, sea como sea, sabemos que durará poco
Málaga: aquí no hay quien viva

Málaga/Hace unos días, un amigo se despidió de esta guisa: «¡Disfruta el frío, que dura poco!» Y, sí, en Málaga el frío constituye una experiencia cada vez más extraña, más recóndita. Estos días en que baja el termómetro como si nos hubiéramos desplazado un par de latitudes no dejo de acordarme de la gente del barrio que vive en la calle. No los veo ahora, de hecho, al menos de noche: supongo que pasarán la madrugada recogidos en alguna parte. José Saramago escribió que el verano es la capa de los pobres, lo que también resulta apropiado en una ciudad en la que un porcentaje elevado de la población habita ya los márgenes de la exclusión social al no poder aspirar a una vivienda, según los estándares oficiales. Supongo que, de vernos desplazados a las aceras y los cajeros automáticos, Málaga sí que sería la Ciudad del Paraíso. Viene todo este rollo a cuento de que en los últimos días he encontrado las calles del Centro mucho menos pobladas de lo que es habitual. Se trata de la tendencia normal de enero después de las fiestas, claro, cuando el turismo abraza su particular temporada baja, por más que en Málaga supuestamente no haya tal. Muchos bares aprovechan para cerrar y decretar el merecido descanso; y es que, oiga, como dijo una vez Elisa Pérez de Siles, también los malagueños vamos a tomar una cerveza de vez en cuando, que menudos hipócritas estamos hechos, pero a ver quién se sienta ahora en una terraza después de las ocho de la tarde a tomarse una cerveza, pajarito te quedas. Tendrán que ser los alemanes y británicos que siguen viniendo a disfrutar nuestros innumerables atractivos a pesar de todo los que den el paso, ellos sí están acostumbrados, o los italianos del norte, los del sur están ahora como nosotros, en casa. Resulta interesante esta melancolía de orden cívico, huecos disponibles, espacios útiles y aprovechables, ausencia de despedidas de soltero (bueno, casi) y algo menos de ruido los fines de semana (aunque tampoco nos vengamos arriba), como si algo quisiera echar de menos el eterno verano y la temporada alta real, la de descamisados, chancleteros y esa especie de anatema irreversible con el que se amenaza a quienes consuman espetos en los meses inapropiados. Pero no, vaya, resulta que se está bien aquí, en esta Málaga septentrional en la que el Festival de las Linternas puede hacer las veces de auroras boreales (¿alguien duda, por cierto, de que nuestro Gobierno municipal se las apañaría para hacer de pago semejante espectáculo natural si trasladaran el Pleno a Reikiavik?). Aunque sepamos que, efectivamente, durará poco.
El añadido de horas de luz que empieza ahora y se hace cada vez más visible es motivo de celebración para muchos. Es otra de las cosas buenas que trae el invierno, con su progresiva tendencia hasta el estío. Yo, sin embargo, prefiero las noches tempranas que anuncia el mes de agosto y que el otoño amplía con su mansa retirada del sol. Me acuerdo de aquel poema de Louise Glück: “Consuelo de cielo nocturno / de la casi inmóvil / esfera del reloj”. La noche me hace sentir protegido, seguramente porque la gente tiende a pensárselo más a la hora de llamarte al móvil, enviarte una notificación o mandarte un correo electrónico cuando ya han encendido las farolas, cuando el derecho a la soledad y al descanso parece pesar más en la conciencia. “Estoy despierta, estoy a salvo”, escribe también Glück. Me encanta comprobar que es de noche desde hace un buen rato pero le quedan aún horas al día. El noctambulismo es un modo fiable, al menos relativamente, de alimentar la ilusión de que vivimos más, de que retrasamos el lastre vacío de la posteridad. Ahora, el frío de enero representa bien su papel de partenaire de la escasa luz, aunque, sí, ya sabemos que no durará mucho. Vendrá el verano y, espero que Pavese me disculpe, tendrá tus ojos. Pero, mientras tanto, la posibilidad de pasear por calles ahora desiertas en las tardes en que alcanzamos a atisbar las estrellas, en el mismo trazado antes imposible, como lo volverá a ser ya mismo, apenas nos despistemos, con el paso reservado a cruceristas absortos y hooligans borrachos, invita a imaginar una inversión de los polos, una Málaga con frío como norma, camiseta interior y jersey grueso, con turistas mucho más cultivados además de dispersos, con apego a la lumbre y devoción al fuego, en lugar de este fragor mediterráneo, este horror vacui sin mesa libre, nuestra perpetua Feria de Agosto, jaleosa, húmeda, rancia, merdellona y convulsa. Advirtió Séneca de que debemos vivir persuadidos de que no hemos venido al mundo para pertenecer a un único lugar, pero la cuestión es ahora a quién pertenece el lugar, no nosotros. Y quién querría a esta Málaga de yacer anclada en la estepa, el rigor de la meseta, el musgo en el pavimento.
Pero no dramaticemos: también hay que saber disfrutar la luz, las tardes extendidas como una camisa tendida, los jardines que florecen, los mimbres de una naturaleza recompuesta, la mayor generosidad en las horas de cierre, aunque se llene todo de bichos, aunque los turistas se paseen por la calle Cister como si anduviesen por el borde la piscina, toalla al hombro y torso al descubierto; aunque la ciudad parezca freírse en su propio terral, aunque clamemos entonces por un otoño anticipado. Y habrá que celebrar el calor desmesurado, zafio y metomentodo porque, como dijo Ricardo II en su abdicación, es lo que hay. Esto de ahora, este frío de manta, gato panza abajo y café humeante, este helor de vuelta a casa sin más escándalo que la contemplación de la vida en su manifestación más discreta, este frotarse las manos de perchero repleto de abrigos, apenas va a durar dos días. Los expertos del cambio climático advierten de que también este escaso recreo fresquito nos será arrebatado: para mayor gloria de la hostelería, todo será un verano de sudor en la frente y vacación perpetua, pies clavados en la silla de enfrente y diez euros por rebujito servido, con tramos algo más llevaderos a lo largo del año pero frío no, frío nunca. Bien. Nos tocará seguir amando a Málaga entonces, defendiéndola, habitándola, por si acaso al sol, tan arrimado, le da por hartarse de nosotros.
También te puede interesar
Lo último