La mirada atlántica
Entre el desarrollismo urbano y la melancólica presencia de la burguesía del pasado siglo, el primer recodo de la zona este de la ciudad es un paseo salpicado por la playa, las sombras y los edificios de inspiración británica
Málaga es una ciudad de paradojas: uno encuentra espacios abiertos donde esperaría callejones oscuros y viceversa. Según la misma fórmula, su playa más emblemática, la de La Malagueta, se abre a una de sus extensiones de inspiración más atlántica, con sus emblemáticos edificios y jardines de corte británico, hasta el Paseo Reding, cuando, superado el trance del túnel de la Alcazaba y la memoria imposible de La Coracha, sólo se puede admitir que el centro está demasiado lejos por más que quede a cinco minutos. A mitad de camino, la Plaza de Toros es un cuerpo extraño, demasiado callado. Por la calle Cervantes pasean señoras ataviadas con gafas de sol carísimas y perros esmirriados y gruñones, acordeonistas de Europa del Este cansados de hacer guardia en las puertas de los supermercados, pintores de brocha gorda con mono y escalera, ejecutivos de maletín ligero y mucha prisa en las piernas, mecánicos de un taller cercano que salen del banco, jubilados que buscan el desayuno donde haya un periódico disponible. Son las 10:30 y se ve poca gente joven. Uno decide también darse un avituallamiento en la cafetería que hace esquina justo detrás de la Plaza de Toros. Dentro sólo hay hombres. El ambiente es acogedor en su grado más exacto. Al otro lado queda el antiguo Hospital Noble, una arquitectura decisiva, vertebradora, hermosísima, condenada a servir de sede a Emasa. Esta zona de la ciudad es pródiga en ejemplos de edificios históricos empleados a mayor gloria de la administración burocrática. El antiguo Palacio de la Tinta, actual sede de la Agencia Andaluza del Agua, presenta un inusitado ajetreo en sus puertas. La placa de la entrada relata su historia con somera concisión, la antigua propiedad de Renfe, la cita en la que Vicente Aleixandre reflexiona sobre lo mucho que a los malagueños les gustan los edificios "destartalados". Hasta aquí llegaban los ferrocarriles suburbanos del siglo XIX, durante la época del esplendor industrial. Y aquí trabajó mi abuelo, José María Bujalance, como escribiente. No podía ser de otra forma en el Palacio de la Tinta, por mucho que perteneciera a la Renfe. Y por eso mi padre fue ferroviario, como casi todos mis tíos. Sale uno de estos inmuebles, regresa a la sombra de los frondosos árboles del paseo, donde los quioscos tradicionales exhiben la prensa con castellana vocación, y comprende que el pasado pesa aquí con especial aplomo. El modernismo de las fachadas denuncia precocidades extintas. El Palacio de Miramar, vacío, se parece a un nido de fantasmas. Dicen que abundan por esta arteria, en la Caleta, las casas encantadas. Y no es de extrañar: la vecindad es casi nula. Por muy ricos que preparen los spaguettis en el Circus, ¿quién diantre vivirá detrás de aquellas ventanas oscuras?
Sin salir aún del Paseo Reding, en esta inusual travesía de luz y sombra, llama la atención la cantidad de locales vacíos que se alquilan y venden en los bajos. Los carteles anunciadores se suceden sin remisión en la misma acera. Tantos negocios parecen haberse ido al traste en los últimos meses, más argumentos para invocar a los espíritus del limbo. Excepciones como la galería Isabel Hurley, verdadero templo del arte contemporáneo en la ciudad, sirven de consuelo para el castigado corazón. Y sin embargo, es esta especie de desolación la que inspira de alguna manera el camino, la que abre una puerta en la que uno no repara habitualmente cuando piensa en Málaga. No es difícil detallar las causas por las que esta zona es la favorita de no pocos escritores y artistas, aquella otra burguesía que se pretendió bohemia y que decidió quedarse, quizá demasiado tarde, o demasiado pronto. Al otro extremo de este tránsito, ya en La Malagueta, viven María Victoria Atencia y José Antonio Garriga Vela, y vivía Rafael Pérez Estrada, que cada mañana aplaudía al mar desde su ventana. Hay algo de frontera en este sitio, de tiempo detenido, de ciudad y su contrario, como de resistencia mal entendida. El rincón idóneo, en fin, para quien pretenda contar una historia. Estos locales vacíos, con sus cristaleras empañadas, compiten con portales de piedra y mármol que quisieron haber sido esculpidos por Gaudí en la distribución del espacio. Justo a la espalda de estos edificios, en la acera de la farmacia, se abre el angosto camino que es la calle Campos Elíseos, que culmina en La Coracha como un vacío serpenteante y lleno de cuestas, en el límite de la antigua colonia fenicia. Pablo García Baena le dedicó un libro con el beneplácito de la amistad. Nada hace presagiar aquí un final, como si ese final ya se hubiese producido y alguien hubiera decidido dejar los decorados. De vuelta al Paseo Reding, de pronto abundan los practicantes de footing. No hay muchas tiendas por aquí, más allá de los populares restaurantes. Pero en la calle de Fernando Camino existe un ultramarinos delicioso e histórico, donde se puede comprar caviar de Riofrío y las más preciadas delicatessen. En las aceras, más perros que salen guiados por sus dueños.
El cementerio inglés corresponde a ese aire británico que cunde por estos lares, en cristaleras y mansiones, signo de la burguesía que sí prosperó, vestida con sus apellidos sajones y sus maneras de salón. A la vez mantiene su misterio, su categoría de anacronismo imprescindible, su silencio a modo de burbuja tras el que la ciudad se pierde en un suspiro. El designio por el que los dioses bendijeron a Málaga con semejante enclave, donde la muerte se respira con la parsimonia de la más limpia brisa, debería ser celebrado cada víspera. La misma señora que recibe a los visitantes, el mismo responsable de mantenimiento de los jardines y de la iglesia de San Jorge, las tumbas y su rotundo impacto, especialmente las de los neonatos, enterramientos decorados con conchas del mar, lo que pertenece al mar al mar ha de volver. Una pareja de británicos, entrados en años, toman fotografías, buscan entre las lápidas algunos nombres concretos. Tal vez sus antepasados. Los héroes, los ilustres, desde Jorge Guillén a Gerald Brenan, quedan exentos del olvido. Como esta parte de la ciudad que parece un depósito del tiempo, o un accidente que alguien dejó sin resolver. De vuelta al exterior no hay suciedad en el suelo, ni en las paredes. Pero no da el entorno tanto la sensación de limpio como de intacto. La fuente de Reding casi pasa desapercibida, otro testimonio que quizá sigue ahí por falta de empeño en la dirección contraria. Al fin asoma juventud: dos muchachas que se deslizan a paso ligero hacia la playa, listas para tomar el sol.
Decidimos seguir el ejemplo. Por la calle Keromnes se llega enseguida al Paseo Marítimo, y tras el restaurante Antonio Martín se abre la playa de La Malagueta. Hay mucha gente tumbada, paseando, tomando el sol o montando alguna timba, a pesar de que aún es hora temprana en un día laborable. Se ve al fondo la estampa de un crucero que acaba de dejar a sus ocupantes para que cumplan el asueto contratado. Sólo unos cuantos se bañan: una capa de asquerosa nata ondula en la misma línea de la orilla. Aquí está el verano malagueño, otra gloria venida a menos, aunque finalmente el sol ha decidido calentar sus dominios y restar influencia al viento frío. No está mal para mediados de mayo. Bajo los enormes bloques que alentaron el terrible desarrollismo urbano de mediados del siglo pasado se disponen más locales vacíos, más restaurantes que abrirán de noche, escasas invitaciones a sentirse vecino del lugar. Echa uno de menos un carrito de la compra, una conversación a cierto volumen. Las cafeterías están demasiado vacías. La ciudad se parece aquí a un escaparate frente al que uno no se termina de decidir qué comprar. El tráfico, atascado. Y el mar, vencido.
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