El peso de los tesoros íntimos
El verdadero pulso de la crisis se toma en los negocios de 'compro oro' l Abunda la clientela fija, que poco a poco se va deshaciendo de piezas acumuladas durante años l En unos casos aparece el componente emocional, en otros sólo una transacción l Las historias se envuelven en pañuelos de tela
LA mujer llama al timbre y espera frente a la puerta. La chica aparece detrás del mostrador, viene de otra habitación, tal vez entretenida con cualquier pasatiempo. Acciona el interruptor invisible a un metro del suelo y la puerta se abre. La mujer entra, buenos días, desciende por una rampa con cuidado de no resbalar, lleva un vestido demasiado otoñal para el calor que hace y unas esparteñas muy usadas. Mantiene las gafas de sol en su puesto, sobre la nariz. Se acerca al mostrador, donde espera la joven con una sonrisa detrás del cristal protector. No pueden tocarse. Sólo una pequeña ranura, sobre el hueco pertinente fijado en el mostrador, permite la transacción con todas las garantías. La chica conoce a la mujer. No es la primera vez que va por allí. Espero que no traiga hoy tantas piedras, le dice, que luego cuesta mucho separarlas. No, no, promete ella, he encontrado estas cosas en mi casa, a ver qué me puedes dar. La mujer abre su bolso y extrae un pañuelo de tela que abre en su sección del mostrador. Aparecen allí algunas piezas cómplices del oro, un reloj de caballero, un par de anillos, una medalla con una cadenita, un collar y algo que parece una insignia. Ahora me he atrevido a mirar en el cajón de mi marido, fíjate, y esto no lo quiero, a ver qué me puedes dar por el reloj. La mujer lo introduce en el hueco por la ranura del cristal. La chica lo toma, lo pesa, aplica el instrumental necesario, observa las imperfecciones con una lente y aplica el aparato electrónico que mide la pureza del oro. Son 24 quilates, si lo separamos todo quedará en tantos gramos. La mujer asiente. Confía plenamente en el dictamen de la chica. Este negocio de compro oro de la calle Carretería tiene el sabor aséptico de todos los establecimientos del ramo. Un habitáculo estrecho, que apenas podrían compartir cinco personas de pie, como para acusar a la conciencia. El cristal y el mostrador secundan al vacío. Hay advertencias contra ladrones, cámaras de seguridad y tablas que anuncian el valor del oro, cambiante cada día como el del petróleo. En periodo de crisis es cuando más beneficios se obtienen por la venta de oro y piedras preciosas. Lo sorprendente es que aquí abunda, con mucho, la clientela fija. Personas que poco a poco se van deshaciendo de piezas valiosas reunidas durante años, tal vez presentes de personas que se alejaron, adquisiciones propias que se quedaron en lo más hondo de los baúles. A veces se percibe una implicación emocional en lo que se está ofreciendo: el vendedor actúa entonces en silencio y exhala cierta prisa. Pero no es el caso de esta señora, que comenta la jugada alegremente con la joven que la atiende. De nuevo habrá que separar más piedras del collar, y los anillos se quedan en 18 quilates. La insignia parece una moneda. Tiene un rostro esculpido de perfil. Esto iba en un cofrecito, se lo dieron a mi marido por tal mérito. Bingo: 24 quilates, buena pieza. El total parece satisfacer a la mujer, que sonríe mientras entrega su carnet de identidad a la chica. La fotocopia, la ficha, el procedimiento habitual. Uno imagina una cómoda saqueada hasta las heces, y la libertad en el ánimo para deshacerse de cualquier joya, tal vez una necesidad urgente. Más difícil es imaginar las manos, cuellos, muñecas y solapas que lucieron lo que en unos días, transcurrido el plazo legal del depósito, terminará fundido en un magma común, sin memoria.
En esa clientela fija abundan las mujeres. Jóvenes, mayores, casi siempre discretas. Saben lo que vale el oro. Los hombres que más resueltos se brindan son gitanos, expertos en renovar el colorao de sus ajuares con frecuencia. Esta vez es una madre de 30 años la que entra al local con su hijo pequeño. Saca de su bolso un saquito blanco cerrado con un hilo dorado. Lo abre y extrae una medalla de oro en la que se ve un Crucificado. La llevé en mi Primera Comunión, no creo que vaya a necesitarla. Renovarse es morir. Aunque sea un poquito.
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