La respuesta del gran dictador

Uno visita la exposición dedicada a Charles Chaplin en el Rectorado y sale con la sensación de haberse reencontrado con la más pura estética, como una belleza arrebatada hace mucho tiempo l También sube a la boca la tentación de preguntarse dónde están los genios l Seguramente duermen

Charles Chaplin se puso el siglo XX por montera en 'El gran dictador'; ahora, es el siglo XXI el que anda suelto con los cuernos al aire.

25 de septiembre 2009 - 01:00

CHARLOT nunca fue para mí un humorista. Ya de pequeño, sus escasas apariciones televisivas, celebradas con efusividad por mis padres (en su noche de bodas, después de celebrar el sacramento en la iglesia de Santiago, se fueron al cine a ver Candilejas), producían en mí una turbación algo molesta que pocos años más tarde aprendí a identificar con el arte. Ya en mi adolescencia comenzaron a emitir algunos cortometrajes en programas nocturnos y todas aquellas caídas, malentendidos fatales con los agentes de la ley y los tartazos no me provocaban risa alguna, sino conmiseración, además de un extraño sentido de culpabilidad, imagino que a causa de mi entonces más que sensible adscripción cristiana. El primer largometraje que vi de Chaplin fue La quimera del oro, en la que aún mantenía a Charlot, y la famosa escena del almuerzo con los zapatos como único plato me habría de perseguir hasta la actualidad como una obsesión casi malsana. Cuando por fin mis padres accedieron a comprar un reproductor de vídeo me zampé toda la filmografía que fui capaz de reunir, El gran dictador, Tiempos modernos, Monsieur Verdoux, Luces de la ciudad, El chico, Candilejas, Un rey en Nueva York, El circo y hasta La condesa de Hong Kong, su última película, que protagonizaron Marlon Brando y Sophia Loren (ella estaba genial como alter ego del maestro). En fin, que en mi biografía Chaplin ha sido algo así como un inductor de electricidad, una puerta que se abría cuando yo me conformaba con las cuatro paredes de siempre. Por eso, la visita a la exposición dedicada al cineasta que acoge el Rectorado, con muchas fotografías y abundante material inédito, me ha reconfortado en gran parte, como una experiencia cercana a la muerte en la que he se me ha permitido recobrar de un solo vistazo buena parte de mi historia personal, que es la que había filmado ese señor. Cuando veo un fotograma de El gran dictador recuerdo no sólo la película, también al estudiante de primero de BUP que era yo la primera vez que la vi, permanentemente en babia, sentado en mi salón mientras el maldito canario de mi padre no paraba de cantar y sin dar crédito al discurso final, cómo puede decirse algo tan hermoso. Aún me lo pregunto. La exposición me ha servido además para reconciliarme de alguna manera con el séptimo arte, al que me une una relación de amor / odio que se mueve en picos demasiado pronunciados, sólo orientados al espectro positivo por las nuevas películas de Clint Eastwood, Hayao Miyazaki y la factoría Pixar, además de, por supuesto, la pertinente revisión de mis clásicos favoritos. Creo que mi problema es que no me interesan las películas, me interesa el cine, y éste cada vez escasea más. Chaplin, así presentado en toda su dimensión, me ha permitido recuperar aquel dulce regusto en el paladar.

En realidad, mi reacción al ver la exposición fue de un tono agridulce. Por un lado, el deslumbrante testimonio del genio volvió a sobrecogerme como sólo puede hacerlo la estética en estado puro, algo parecido a una cuna en la que uno se deja arrullar con la más absoluta placidez. Por otro, no pude dejar de admitir que me había invadido cierta melancolía, que aquella creación correspondía a una etapa muy anterior a la mía y que para hablar de Chaplin y de lo que alumbró había que hacerlo en clave de pasado. Imaginé a una pareja de recién casados que se meten en un cine y se lo pasan en grande con el dúo de violín y piano que regalan Chaplin y Buster Keaton en Candilejas. Y cada pensamiento que me asaltaba tiraba siempre hacia atrás. Quise invocar el presente y no pude más que definirlo sin líderes, sin genios, sin hombres ni mujeres capaces de sacar lo mejor de este siglo; en su lugar, la chusma más canalla disfruta su condición de referente. Quizá los genios esperan, o duermen. Ojalá su época sea otra. Ésta no los merece.

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