El tiempo suspendido

Recuerdos de un barrio y una infancia que permanecen vivos, entre emigración, familia y momentos que nunca se olvidan

La realidad soñada

Cristo del escultor Francisco Sánchez Ramos, Iglesia de la Amargura, Málaga.
Cristo del escultor Francisco Sánchez Ramos, Iglesia de la Amargura, Málaga. / M. H.

María tomó la valiente decisión de emigrar con sus cuatro hijos a Cataluña, donde pensó que podrían encontrar trabajo y una estabilidad económica cuya posibilidad no veía en Málaga. Y acertó, porque pasados unos años, regresaron con opciones de reconstruir sus vidas en la tierra que los vio nacer. Para ello, María, como una auténtica “madre coraje”, había conservado el piso de las Viviendas Protegidas. −Así acabó Lucio de contarme la odisea de esta entrañable familia ligada estrechamente a su infancia−.

La verdad es que el relato me hizo pensar en lo duro que es enfrentarse a la muerte de un ser querido, sobre todo cuando eres un niño que, al tomar conciencia de haberse quedado desvalido, le acucian los miedos. Lucio me dijo que la muerte del padre de Julián fue la primera muerte que había vivido en su entorno afectivo, ya que, aunque no tuviesen parentesco alguno, en “las vivis” (Viviendas Protegidas de Haza de Cuevas) todos los vecinos eran como una familia.

Mi querido amigo Lucio en realidad se llamaba Pedro. Cuando nos conocimos (yo ya estaba en la universidad), se me ocurrió bautizarlo con tal apodo, algo que fue muy bien acogido por la peña de amigos que solíamos reunirnos a tertuliar en un bar de la Plaza del Teatro, al que llamábamos “el arbolito” por el enorme ficus que tenía la plaza por montera. Elegí ese apodo por Lucio Anneo Séneca. La verdad es que, tanto físicamente, como por su erudición y su retórica, tenía un genial parecido con el personaje de la serie de TVE, emitida durante la década de los 60, titulada “El Séneca”, cuyo guionista fue, ni más ni menos que, Don José María Pemán. −Qué gran escritor, denigrado por un auténtico cernícalo chirigotero, alcalde de Cádiz, cuyo apodo, muy acorde con su intelecto, era “El Kichi”−.

No podía Lucio contar su vida sin adornar el relato con su filosofía. Todo tiene un porqué en un determinado contexto real o soñado. Como preámbulo a la descripción que me hizo de su barrio, convertido en el “paraíso hallado” en su infancia, me puso en situación con estas palabras: Hay momentos en los que el pasado no solo vuelve, sino que irrumpe. Una canción, un aroma, un rincón olvidado... y de pronto, estamos ahí de nuevo, como si el tiempo se hubiese suspendido. ¿Por qué sucede esto? ¿Cómo puede un simple recuerdo borrar, por un instante, el peso del presente? Sigmund Freud ya señaló la fuerza disruptiva de la memoria. Para él, los recuerdos no desaparecen; se ocultan, se reprimen, pero permanecen vivos en lo más profundo del inconsciente. Cuando emergen, lo hacen con una carga emocional tan intensa que pueden alterar nuestra percepción del tiempo. No se trata solo de recordar, sino de revivir. En palabras de Freud, “lo reprimido retorna”, y con ello, el pasado se instala en el presente como una realidad paralela que lo desestabiliza. El filósofo Gaston Bachelard, abordó esta misma idea desde otro ángulo: el de la imaginación y el espacio íntimo. En su libro “La poética del espacio”, Bachelard propone que ciertos lugares −una casa, una habitación, una escalera− no solo alojan recuerdos, sino que los activan. Para él, la memoria no se guarda en líneas de tiempo, sino en imágenes poéticas cargadas de emoción. “La casa de la infancia no es un lugar, es un mundo”, escribió. Y al evocarla, ese mundo se abre de nuevo, suspendiendo el tiempo cronológico y sumergiéndonos en una experiencia pura de duración emocional. Ambos pensadores coinciden, desde ópticas distintas, en que la memoria no es un archivo ordenado, sino una fuerza viva. Cuando actúa, no solo trae el pasado al presente: transforma el presente en pasado, aunque sea por un instante. Y en ese instante, el tiempo se detiene. Estamos ante “un tiempo suspendido".

Lucio me describió ese “paraíso infantil” que era su barrio, como el que enseña un álbum de fotografías color sepia. No había una continuidad en el relato. Cada frase o párrafo, era una foto: La disposición urbanística de las viviendas, se asemejaba a la espina de un pescado. La columna vertebral era la calle central, más ancha y asfaltada, en cuyo centro se abría una plaza ajardinada, con cuatro bancos como mobiliario urbano. Unos árboles la rodeaban −continuó Lucio−, eran sauces llorones y entre ellos había un par de moreras, una de moras blancas y otra de moras negras. Las recuerdo porque, tanto yo como algunos otros amigos, criábamos gusanos de seda y recogíamos hojas de las moreras. La plaza estaba encuadrada entre dos edificios, a un lado, el colegio de enseñanza primaria, José Luis de Arrese, y al otro lado, enfrente, un bloque de viviendas destinadas a los maestros del colegio. En la calle central desembocaban las calles que, formaban los bloques de viviendas, que eran como las espinas de la columna vertebral. Un arco peatonal las vertebrava. El barrio estaba dotado de dos tiendas de alimentos, una carbonería, en la que siempre había cola para comprar, sobre todo cuando se generalizaron las hornillas de petróleo, (se hicieron famosas las “colas del petróleo”), también había una churrería, una peluquería de caballeros, cuyos peluqueros eran policías nacionales y trabajaban solo por las tardes o cuando no tenían servicios, una farmacia y un practicante que era toda una personalidad para el vecindario. En el barrio no había coches, tan solo recuerdo el que tenía un vecino rico, dueño de un autobús de línea. Entonces los autobuses de línea eran privados y no tenían limitación de capacidad de pasajeros, a veces de las puertas (siempre abiertas) colgaban hasta dos o tres filas de pasajeros que se sujetaban unos a otros. Pero lo que más significó para los niños de las “las vivis” fue la congregación mariana que fundó el reverendo Ernesto Wilson Plate, coadjutor del cura párroco de la iglesia de La Amargura. Iglesia que comenzó teniendo su sede en la ermita de Zamarrilla, hasta que se construyó el nuevo templo, en el barrio contiguo conocido como el “Barrio obrero”. Dicho esto, Lucio se tomó un respiro de largo trago.

En esos momentos, yo recordé a un gran amigo que tuve que se llamaba Francisco Sánchez Ramos. Diez años mayor que yo. Era escultor, tallista, profesor de bellas artes y de música y, sobre todo, una bellísima persona. Esculpió un Cristo para la iglesia de la Amargura que resultó polémico porque se apartaba ostensiblemente de los cánones de la imaginería religiosa de la época. Resultó que Lucio, que era de su edad, fue también muy amigo suyo. Más tarde me hablaría de este gran artista y curioso personaje.

El cura Ernesto Wilson −continuó Lucio− era sevillano y profundamente místico. Dedicó su vida al sacerdocio y a la juventud. En el barrio llegó a tener fama de ser un hombre santo. Tenía una sensibilidad casi angelical y era un auténtico artista. De hecho, esculpió una Virgen y un Sagrado Corazón para la iglesia de la Amargura. La verdad es que su ejemplo y sus charlas, que no sermones, me dejaron huella. Por un lado, tengo que agradecerle que me inculcara el gusto y el amor a la música clásica, especialmente por la zarzuela, de la que era un fanático. Entonces mi cultura musical no iba más allá de “la canción del Cola Cao”. El local de la Congregación era el salón del piso donde vivía Don Ernesto y una de las habitaciones, estaba dedicada a una capilla de oración con una Virgen esculpida por él. Por otro lado, dejó en mí un interés especial por la religión que me llevó a la lectura frecuente de las Sagradas Escrituras. Muchos niños de “las vivis” le debemos una parte importante de nuestra formación, y no solo religiosa. (Continuará).

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