Viaje al corazón de Noruega
el jardin de los monos
Salí de Oslo con el alma inquieta y el corazón embriagado por un ansia indefinible de volver a contemplar aquella sublime naturaleza
La Viking odisea VI: Oslo II
Acabada nuestra visita a Oslo, partimos hacia el corazón de Noruega recorriendo su auténtica espina dorsal. El destino era la pequeña ciudad de Voss. Teníamos por delante 380 kilómetros, unas siete horas de viaje sin hacer paradas que hubiesen merecido más tiempo, por unos parajes tan diversos como impresionantes, cuya contemplación te inspiraba una auténtica reflexión contraponiendo, kantianamente, lo bello con lo sublime. Para describir este viaje hubiese deseado tener, no solo el estilo, sino ese tono reflexivo y exaltado que tuvieron aquellos viajeros románticos del XIX, como Goethe, Chateaubriand o Mary Shelley, en sus relatos de viajes.
Salí de Oslo con el alma inquieta y el corazón embriagado por un ansia indefinible de volver a contemplar aquella sublime naturaleza. Aún recordaba las impresiones del viaje que hice diez años antes. Atrás quedaba la capital, con su vigor nórdico, que parecía debatirse entre la voluntad de modernidad y el peso de una melancolía antigua. Atrás quedaban las columnas blancas del Stortinget, la severa geometría de la Asamblea Nacional y los serenos parques donde las estatuas de bronce velaban el silencio de los tilos. La brisa marina del Oslofjord, impregnada de sal y sol, quedaba atrás en una despedida que presentía para siempre.
Con cada kilómetro ganado, el mundo humano parecía desvanecerse lentamente, como si la tierra misma respirara más profundamente. La carretera serpenteaba hacia el oeste, elevándose suavemente entre bosques oscuros y valles de pastos vivos. Al llegar a Gol, pequeño pueblo de unos 5.000 habitantes situado en el centro del valle de Hallingdal, sentí como si hubiera penetrado en un umbral entre dos mundos. Los caseríos de tejados inclinados, construidos en madera rojiza y coronados por geranios en flor, exhalaban el perfume de un pasado rural intacto. La iglesia reconstruida de Gol, copia fiel del templo medieval de madera que vimos en el Museo Vikingo de Oslo, se alzaba solitaria sobre una colina baja. Como ya vimos, sus tejados superpuestos y tallas zoomorfas hablaban en voz baja de dioses antiguos, de ritos olvidados y del frío.
Más allá, tras dejar atrás las suaves ondulaciones del valle de Hallingdal, el paisaje se eleva con solemnidad. Geilo, pequeño pueblo estación de esquí, se yergue, como una aldea de pastores en la frontera del mundo conocido, rodeada de montañas suaves cubiertas de musgo. Allí, el viento tenía otra voz. El susurro de los abetos y el crujir de las piedras bajo los pies se convertían en lengua poética. El Parque Nacional Hardangervidda, ese vasto desierto de roca y cielo, comenzaba a desplegarse. Aquí, en esta meseta donde apenas crecen los árboles, arrecia el frío y el alma experimenta una forma de recogimiento tan intenso como en una catedral. El suelo parece respirar bajo capas de líquenes plateados; los lagos, como espejos abandonados por los dioses, reflejan un cielo inmóvil, tan azul como un mar. Y entonces, sin anuncio, se abre la tierra, como una inmensa sima. Nos detuvimos en el Tocagel, ante la catarata de Vøringsfossen, cuyo nombre reverbera como un antiguo conjuro.
Desde un mirador suspendido entre rocas, se contempla como el agua cae en picada desde más de 150 metros, como una cinta de seda furiosa. Es un espectáculo que no se contempla, sino que se sufre y se venera. El estruendo es tan inmenso que silencia el pensamiento. Una neblina húmeda se eleva desde el fondo del barranco, y el arco iris que danza entre las gotas parece estar hecho no de luz, sino de música congelada. El alma se siente abatida y exaltada al mismo tiempo, como si estuviese ante la aparición divina del mismísimo Thor. La carretera desciende con precaución, tallada en las mismas entrañas del acantilado, y el valle de Måbødalen, cerrado y feroz, se abre paso hacia el oeste como si quisiera llevarnos al fin del mundo.
Tras los abismos, llega la calma: el Eidfjord se presenta como un óleo detenido en el tiempo. Las montañas se alzan en las orillas, verticales como murallas mitológicas. El fiordo, insondable, refleja las nubes y los pueblos encaramados en sus laderas. Las barcas se deslizan en silencio, como fantasmas blancos. Es imposible no pensar en los mitos: aquí todo parece vivir aún bajo la mirada de Odín. Las aldeas tienen nombres que suenan como versos arcaicos, y los frutales, que en verano llenan los bancales de cerezos y manzanos, son una contradicción casi milagrosa contra el rigor de la geografía.
Tomamos el ferry. Sobre la cubierta, se contempla el mundo en estado de asombro. La línea del horizonte se disuelve entre la bruma, y por un momento uno cree que no navega hacia otro lugar, sino hacia otra época. Y finalmente, tras horas de ascenso por valles cubiertos de brezo y bosques espesos, llegamos a Voss.
La ciudad se revela con la dignidad de una reina emérita: discreta, profunda, sabia. Acampamos a orillas del lago Vangsvatnet, que duerme como un espejo intacto. Bañada por sus aguas, Voss despliega sus calles limpias, sus casonas antiguas y su alma inmutable. La Iglesia de Voss (Vangskyrkja), construida en piedra gris hacia el siglo XIII, se alza como un corazón de eternidad. Su torre cuadrada, sólida como una fortaleza, guarda campanas que parecen haber tocado por generaciones el mismo lamento. Las ventanas románicas, estrechas y reacias a la luz, invitan a la introspección. El púlpito tallado, con figuras que parecen observar al visitante desde un más allá nórdico, es de una belleza severa.
Junto a ella, dispersas por la ciudad, se hallan casas de madera blanca, con techos de teja oscura y marcos de ventanas decorados con filigranas. Algunas datan del siglo XVIII y conservan un aire de serenidad provincial. Otras, más modernas, no rompen el hechizo: aquí la arquitectura parece respetar la música del paisaje. La estación de tren, elegante con su estructura de piedra y madera, recuerda a un tiempo en que el viaje era todavía un acto espiritual.
Sentados frente al lago, el sol se cuela entre nubes que caminan lentamente. Las montañas, al ser reflejadas en el agua, mágicamente duplican el mundo. Todo eso ocurre en el más apacible silencio. Todo calla. Todo menos unos seres sobrenaturales asociados a la naturaleza salvaje. Son los trolls de la mitología noruega. Seres gigantescos como montañas o pequeños como pitufos que viven en la naturaleza, temen a la luz del sol porque puede convertirlos en piedra, odian a los humanos, son estúpidos pero tienen una enorme fuerza y viven tanto en comunidades como solitarios. Mientras anochecía, conté que en las aguas del Hardangerfiord, viven trols marinos que salen en las noches brumosas para hacer sonar unas enormes caracolas, confundiendo a los pescadores y haciéndolos naufragar. Una vez, un joven llamado Olav escuchó la música hipnótica desde su bote y, embriagado por la melodía, saltó al agua y desapareció. Dicen que su silueta aún se ve en las noches de niebla, remando junto a los trols. En esos instantes, sentimos que Noruega es algo más que un país, es una revelación geológica del alma. No, no hemos hecho un viaje, hemos hecho una peregrinación hacia lo sublime. Y al final, como Goethe en las cumbres del Harz, solo nos queda decir: “Hemos visto el rostro del mundo en su estado más puro”.
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