Adolfo Moreno: el cocinero de Marbella, pescador y baloncestista que surcó el Caribe
Viajó en el coche de Peter Viertel, paseó a Jean Paul Belmondo por la cocina del hotel Los Monteros, pilotó un buque en el Triángulo de las Bermudas y acabó en Alaska
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Froilán, el sobrino del rey, celebraba su cumpleaños en un reservado, cuando hubo un tiroteo. A una chica le pegaron un tiro en la nalga que le atravesó la pierna; eso se calló para no alarmar. Era un nido de mafiosos, de gente degenerada, que se dedicaba al trapicheo de lo que fuera. Un ajuste de cuentas, a uno le pegaron un tiro y una bala perdida le dio a la chica. Estuve dos años en el Opium, que ya está cerrado, recuerda Adolfo Moreno.
Mi padre vino de conserje al hotel Incosol, él trabajaba en el Palace de Granada. Mi tío Gabriel, que ya estaba aquí, le animó a que le siguiese. Mi familia es del barrio El Zaidín (Granada), llegamos a Marbella en 1972. Había empezado el boom turístico y la riada de trabajadores. Yo tenía once años, no había plaza de colegio; me mandaron a un internado de los jesuitas en Andújar (Jaén).
Llevo muchos años trabajando de cocinero en Marbella. Soy de los que una vez que aprende la carta se va. Me aburro de hacer lo mismo, en restaurantes o chiringuitos de playa. Ahora estoy el hotel Hard Rock Marbella, en el verano estuve en Starlite, antes en La Navilla, en el hotel Lima, he estado en tantos sitios. Hace siete años monté un bar de barrio en La Divina Pastora, ponía menús, tapas y cervecitas. No funcionó, ya no quiero saber nada de negocios. Estuve en el restaurante del puerto deportivo, donde lo pasé a gusto, un tiempo muy bueno.
Fui jugador de baloncesto del Marbesula de Marbella. Llegué hasta segunda división, cuando solo se cobraba en los clubes con aspiraciones a jugar en primera, ¡qué nos pegaban unas palizas! En Andújar jugué a nivel provincial, con el Marbesula, estuve en provincial, tres temporadas en tercera división y una en segunda, subimosy bajamos. Mientras jugaba trabajaba en Los Monteros como ordenanza, botones de noche, y después en la cocina. Estaba Goyo en el restaurante El Corzo, yo estaba en la gran cocina, de donde salia todo, de ayudante, pelaba papas y lo que me mandaban.
A Jean Paul Belmondo, el feo más guapo del mundo, le di una vuelta turística por la cocina del hotel, yo hablaba una poquito de francés e inglés. Peter Viertel venía a comprar los periódicos. Mi familia conocía a Diego Mata, que era taxista y hacía de chófer de Viertel, cuando éste estaba aquí. Una vez le dijo: Llévame el coche a Ginebra, que yo voy en avión. Entonces le pedí a Diego ir con él a Suiza, que yo cogería las vacaciones. En 24 horas estábamos en Ginebra. Era un coche grande y cómodo, de un señor de dinero.
En 1986 me fui de Los Monteros. Llevaba tres o cuatro meses si hacer nada, cuando un amigo me propuso que le ayudara a arreglar el velero que tenía en Gibraltar. Mi experiencia se limitaba a las paterillas, en las que salía a pescar, como aficionado, a una milla de la costa, como mucho. Aprendí lo que era un barco y mi amigo me invitó a navegar con él a Canarias, donde se reencontraría con su mujer y su hijo. Vendí los bártulos que tenía en Marbella y nos fuimos, hasta Cabo Verde.
Albetinho era el cartero, el policía, el funcionario de inmigración y aduanas, la primera autoridad de un pequeño poblado de la Isla do Sal (Cabo Verde), que no alcanzaba a los ochenta habitantes. Nada más tocar puerto se presentó con un libro donde inscribía a quienes llegábamos a la isla, nos preguntó sobre la embarcación, le respondimos y se marchó. A las dos horas volvió en un barquito con dos amigos, y tres langostas de regalo, para darnos la bienvenida. Me sorprendió la familiaridad de la gente de una isla muy castigada por los vientos Alisios, un tanto seca, sin los bosques de ébano que los portugueses cortaron y se llevaron.
El siguiente destino fue San Luis de Maranhão, un día antes de carnaval, buena fecha para llegar a Brasil en velero, disfruté un mes y medio de una ciudad pequeñita. De ahí nos fuimos a Belém do Pará, en la desembocadura del Amazonas Allí las carreteras son los ríos, por donde van los barcos cargados de personas y mercancías. De uno de ellos cayó un hombre al agua. Nuestro velero estaba pegado al muelle y tenía un barquito chiquito de goma, al hombre se lo llevaba la corriente, salté del velero al dingui y fui a buscarlo, levantaba la mano y se hundía. En una de las veces que sacó la mano tuve la suerte de subirlo a bordo de un tirón. No sé de dónde saqué las fuerzas. El muy mamón llevaba en la otra mano una botella de cachaza. Lo dejé en el puerto y no soltó la botella. Estoy orgulloso de haberle salvado la vida.
El velero te permite detenerte en tierra el tiempo que quieras, dependiendo del lugar, de la gente, del ambiente. Después de tres semanas en Belém, saltamos a las islas de El Caribe, llegamos a Martinica, donde me buscaba la vida como pintor de brocha gorda, con un velero se podía vivir. De ahí a San Martin, una isla para el turismo de veleros, barcos y avionetas que llegaban el fin de semana, y de americanos con vacaciones programadas, que jugaban en el casino.
El huracán Hugo, en septiembre de 1989, nos hundió el velero que estaba amarrado, un barco se soltó, y el nuestro acabó en la playa, se destrozó. Decidí abandonar la expedición y marcharme a Centroamérica. Volé de República Dominicana a Guatemala, luego fui a Mexico en autobús, entré por Oaxaca, me fascinó. Un mexicano me invitó ir a Zipolite (la playa de los muertos) donde tenía un hotel: un chambao, de palos con el techo de palma, y unas hamacas. Me hice muy amigo suyo. Yo sabía manejar muy bien el anzuelo. A las seis de la mañana salíamos a pescar. El desayuno era un vaso de huevos de tortuga. Una docena que se rompía en un vaso. Abría el gañote todo lo que podía para que pasara directamente. Pescábamos hasta el mediodía y no tenía hambre. Por la tarde jugaba al fútbol o el béisbol con los mochileros que venían a la playa. La familia me daba la comida y yo pagaba la hamaca donde dormía. Estuve fenómeno, durante tres semanas.
De ahí llegué a Acapulco, donde conocí a Anders y Ricky, dos suecos que tenían un barco a vela. Del Cabo San Lucas, en el extremo sur de la península de Baja California, fuimos a Ensenada, cerca de la frontera, pasamos a San Diego (EEUU) y de ahí a San Francisco. Allí organizamos una comida en la marina para dar a conocer los trabajos de reparación de veleros que hacíamos. Cociné una tortilla de patatas y una ensalada de pimientos, que les gustó a los gringuitos. Me salió trabajo en casa de ellos y me pasé nueve meses haciendo paellas. Cada seis meses, tenía que salir de EEUU, en lugar de ir México, decidí ir a Canadá, a Vancouver. De camino, en Seattle, conocí a Patrick, un francés que llevaba un coche grande, iba a Alaska, me invitó a ir con él. Fueron cuatro días en carretera, a partir de un momento no se ponía el sol. Una vez que paramos en un bar, llamé a Joseph, un amigo que vivía en San Francisco, para darle noticias mías, al despedirme me dijo: ¿tú sabes que son las tres de la mañana?. Todo el día con sol, que perdías la noción del tiempo.
En Alaska no se podía trabajar en barcos de pesca si no tenias permiso. Solo hice chapuzas en dos o tres casas. Entramos en un pub en Anchorage, donde vi a todo el mundo en las mesas consumiendo rayas de coca, y de fondo Eric Clapton cantando Cocaína. [Son recordadas las noches del Elbow Room de Dutch Harbor, donde los clientes regaban el suelo con cerveza para ver hasta dónde podían resbalar las camareras]. Ni en Colombia he visto eso.
Regresé a San Francisco y de ahí fui a Florida en autobuses y haciendo autoestop. Me enrolé en un barco mercante, de una compañía cubana con un capitán español, donde me consiguieron un título de segundo oficial de tránsito. Estuve haciendo la ruta Miami, República Dominicana, Haití. A veces parábamos en Puerto Príncipe, pero sobre todo en Santo Domingo, llevaba un buque portacontenedores de 87 metros de eslora. Tardábamos tres días de Miami a Santo Domingo. Me aburría la ruta, que era siempre la misma. En todo el tiempo que navegué por el Triángulo de las Bermudas, durante seis meses, no me ocurrió nada extraño.
En Miami había conocido una chica que vivía en Venezuela. Me enseñó Caracas fuimos a Cumaná, la primera ciudad que fundaron los españoles en tierra firme en Sudamérica. De ahí a la Isla Margarita, con gente muy acogedora y buenos hoteles. Llegaban a diario quince aviones de España con más de cuatro mil personas. Bajaban unos, y subían los que habían llegado quince días antes. Allí conocí a gente de Santander con un barco, que habían conseguido licencia de pesca en Surinam. Pesca de fondo, palangre, un hilo con varios anzuelos, estuve un año en Paramaribo, la capital. Íbamos a Venezuela y allí conocí a mi exmujer y me quedé, tuvimos tres niños, y en 2002 me vine para acá. Estuve doce años viviendo en Venezuela, hasta que la cosa se puso tibia.
La pesca es lo que más me ha gustado, en Venezuela tenía un barco pequeñito de once metros, con cinco o seis marineros pescando en altamar. Pasábamos de doce a dieciocho días de pesca, que vendíamos en la costa a los mayoristas. Entonces se podía vivir así, hasta que con Hugo Chávez todo se fue a pique, dejaban de pagar y había que esperar. Era una vida sencilla, que me gustaba, todavía mantengo allí mi casa.
De la hostelería, la cocina es lo que más me gusta, es lo más creativo. Antes ser camarero era una profesión, ahora no es como entonces. En los ochenta se hundió la construcción y muchos se pasaron a camareros. Ahora trabajo de cinco y media de la mañana hasta la una y media de la tarde en el Hotel Hard Rock Marbella. Me siento a gusto haciendo desayunos y sándwiches, con un ayudante, para 350 o 600 clientes. Cada día gasto una caja de 360 huevos, que los hago a la plancha, para la tortilla usamos huevina, como si fuera batido, en botellas de diez litros, se gana mucho tiempo, está pasteurizado y nadie se pone malo.
En enero, con la moto, choqué contra un jabalí. Salté por los aires y di con la cabeza en el suelo, aún tengo chispazos. Iba por la serranía de Ronda, en Parauta, era un mediodía soleado, el animal bajó del campo detrás de una montaña de piedras, cuando le di, el jabalí se levantó y siguió. Lo sé por Jesús, un amigo que iba en otra moto, yo perdí el conocimiento. Me desperté en la habitación del hospital de Ronda, vi a mi amigo esperando. Y le pregunte: qué ha pasado: ya te lo he contado cinco veces, quieres que te cuente otra vez, me dijo. Acabé con cinco costillas rotas y el muslo de la pierna derecha machacado.
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