Autocomplacencia y vasos comunicantes
El ciudadano anónimo que no forma parte de la cultura merece algo más que ser un merodeador
Lo primero que hubo que celebrar ayer con motivo del evento cultural del Teatro Romano es que por fin la autoridad competente se decidió a arreglar el cristal de la pirámide de la calle Alcazabilla que llevaba hecho añicos desde los estragos de la última Feria. Después, ya en materia, con Remedios Cervantes como maestra de ceremonias, se dio en el yacimiento una deliciosa paradoja lorquiana: el aforo presentaba un gran número de localidades sin ocupar (correspondientes a los asientos no rehabilitados, que según la norma vigente no pueden emplearse como butacas; en su lugar, unas sillas dignas de boda y cotillón ocuparon parte del escenario) mientras en la barrera de la calle Alcazabilla se agolpaban los curiosos que no podían entrar, y que debían contentarse con ver al personal de espaldas o con recurrir a la enorme pantalla dispuesta a tal efecto. Jóvenes criticones, jubilados de oficio, familias que echaban la tarde sin nada mejor que hacer y niños que aplaudían los acoples del equipo de sonido como si de fuegos artificiales se tratasen se preguntaban, de hecho, por qué no podían pasar si quedaban asientos libres.
De manera que, en la cuestión de la recuperación escénica del Teatro Romano, una cuenta decididamente pendiente sigue siendo la información: queda aún explicar con más ahínco qué es este yacimiento, en qué consiste, por qué es otra cosa y no otra cosa (entre los olisqueadores de Alcazabilla cundían comentarios sobre los leones del circo o el posible uso del recinto como plaza de toros, reforzada esta última tesis gracias a los cojines rectangulares con los que eran obsequiados los afortunados cuyos nombres sí figuraban en la lista de la entrada), por qué se accede por donde se accede y por qué se pueden ocupar algunos asientos y otros no.
Hay que reconocer a Remedios Cervantes el gesto de dirigirse a los hooligans que vislumbraban el sarao desde fuera con un saludo distinguido. Se trató, quizá, del único vaso comunicante entre ambos hemisferios, cuando lo deseable, sobre todo en un acontecimiento cultural, habría sido que éstos no hubiesen quedados tan aislados. El ciudadano anónimo que no necesariamente forma parte del mundo de la cultura merece algo más que el papel de merodeador.
Pero antes hubo muchísimos abrazos y espaldas palmeadas en los aledaños a cargo de los protagonistas, los que sí forman parte del mundo de la cultura. Se respiraba una autocomplacencia digna de lobby exclusivo cuando, lamentablemente, ni son todos los que estaban ni estaban todos los que son. La idea de dar visibilidad a la cultura malagueña, especialmente la cultura escénica, resulta loable por parte del Ayuntamiento, pero lo que la cultura escénica malagueña necesita para hacerse ver es una industria que garantice a los profesionales del sector la representación de sus trabajos. En los últimos años se han dado pasos importantes en este sentido, pero una cosa es llamar a las puertas de los teatros a ver qué pasa y otra la existencia de una industria que garantice a los artistas que lo que hacen tiene sentido. Ésta, claro, debería darse de abajo a arriba, pero sólo su existencia, con una Escuela de Arte Dramático, varios grupos aficionados (especialmente en el ámbito del teatro clásico) y mucha gente dispuesta a mojarse, favorecería una proyección cultural. Los abrazos están bien, pero las decisiones suelen dar mejores resultados.
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