Construcción del intruso

Crítica de Teatro

Alessandra García y Garikoitz Lariz, en el Teatro Echegaray, durante la representación de 'El proceso'.
Alessandra García y Garikoitz Lariz, en el Teatro Echegaray, durante la representación de 'El proceso'. / Daniel Pérez / Teatro Echegaray

El procesoHHHHH

Teatro Echegaray. Fecha: 25 de noviembre. Producción: Factoría Echegaray. Versión y dirección: Belén Santa-Olalla. Reparto: Alessandra García, Antonio Arcos, Antonio Navarro, Garikoitz Lariz y Lucía Moreno. Aforo: Un centenar de espectadores.

Por más que consagrara su escritura a sus relatos, novelas y diarios, el teatro no fue un medio extraño para Franz Kafka. En alguna ocasión confesó a Max Brod cierta sensación de frustración por no haber sabido dirigir sus inquietudes con mayor determinación al escenario, ecosistema por el que profesaba un amor notable y, a la vez, una desconfianza que confundía con incapacidad. Lo cierto es que su narrativa ha inspirado todo un corpus dramático que revela a otro Kafka posible, que sin embargo quizá sea el mismo; un Kafka, en todo caso, que hubiese preferido el cuerpo del actor para decir lo que dijo. Obras como La metamorfosis, En la colonia penitenciaria e Informe para una academia han generado no sólo poderosos espectáculos, también un teatro en sí mismo, un reto en el que la traducción de novelas a la escena sigue un proceso singular y bien distinto del habitual. Esta particularidad puede deberse a que en Kafka la narración, incluso la literatura, son lo de menos: el autor propone una representación concreta del ser humano independientemente de los mecanismos, como si en su obra lo verdaderamente importante sucediera fuera de la misma. En su carácter efímero el teatro sí puede ser, por tanto, el portavoz idóneo de su pensamiento, desde su dimensión de creación en perpetua carencia, siempre porhacer. Desde esta perspectiva, la lectura que hace Belén Santa-Olalla de El proceso ofrece argumentos muy interesantes; más aún, verdaderos hallazgos en los que la pesadilla de Josek K, aun vertida al cine y al mismo teatro en un amplio abanico de producciones, resuena como servida por primera vez.

El quid esencial de este Proceso, más allá de su reivindicación estética del expresionismo (la iluminación es un personaje más del montaje, con recursos inolvidables como la bombilla pendular, aunque puntualmente abuse de su querencia a la oscuridad en detrimento del contraste) y del acierto al convertir La consagración de la Primavera de Stravinsky en hilo conductor, es la arquitectura. La escenografía, que también adquiere verdadera categoría dramática más allá de lo funcional, se resuelve en dos juegos de módulos que comulgan permanentemente con los cinco intérpretes para el alumbramiento de paisajes tanto ambientales como emocionales. Josef K. y el sistema siguen evoluciones paralelas pero en direcciones contrarias: a la vez que uno crece, el otro mengua. Y este juego continuo de construcción y deconstrucción se alza a ojos del espectador desde todos los recursos posibles, no sólo escenográficos, también textuales, dancísticos (con la inestimable colaboración de Luz Arcas) y simbólicos. Digamos que esta versión de El proceso habría hecho las delicias de Althusser y demás filósofos estructuralistas, pero, ante todo, es clara y vehemente al significar. Josef K. es Josef K. y a la vez es otro, un intruso, el culpable de un crimen al que el primero no reconoce. Esta tragedia, pues tal es desde su incorporación al grito, reluce de manera espléndida en este montaje que justifica por sí solo, y de qué manera, la existencia de un proyecto como Factoría Echegaray.

Alessandra García hace un trabajo descomunal y se confirma como la enorme actriz que es: perfecta, generosa, limpia y siempre al filo del cuchillo. El resto del reparto está a la altura en cada escena, brillante y resuelto (genial Antonio Navarro en su composición del juez y en la del abogado, como Lucía Moreno en el papel de Block; curiosamente, en la escena del despacho, los dos parecen evocar a Próspero y Calibán en un delicioso remedo shakespeareano). Quizá a cuenta de la confluencia de lenguajes escénicos la exposición de Josef K. peca un pelín de arquetípica y presenta una transición entre dos extremos, desde la confianza absoluta en la propia inocencia hasta la desesperación, en la que se agradecerían más matices y dudas, aunque sean narrativas. Pero nada empaña esta obra necesaria y repleta de amor al teatro que todo el mundo debería ver.

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