Érase un parque inanimado
SUFJAN Stevens, cantautor rock de Michigan, decidió compartir el duelo y la infinita tristeza que sentía tras morir su madre. Lo ha hecho componiendo un álbum precioso (Carrie & Lowell, 2015), austero en lo instrumental -en comparación con otras obras suyas-, pregonando un perdón hacia la fallecida (que le había abandonado cuando era un peque) del que bien podrían apropiarse sus fans de una u otra manera. Partir de un acontecimiento tan íntimo para construir, pieza a pieza, un proyecto que azuce la empatía, esconde un plus de responsabilidad; si sale mal, si no conecta con el público interpelado, puede quedarse en un exhibicionismo intolerable (del que adolecen no pocos artistas). No es el caso. Las historias están ahí para ser contadas: emergen de un estado de luto… o de un simple paseo vespertino en compañía de quienes algunos consideran demasiado humanos para ser humanos. Así, atendiendo a los deseos de Robi -su perro- Javier Valverde (Málaga, 1991) se ha convertido en un inesperado observador de esas islas urbanas denominadas parques infantiles, de donde salen voces que recuerdan muchas de las composiciones de Sufjan. Espacios en los que solamente cabe la felicidad y energía ilimitada de los niños, carentes de sentido del tiempo (salvo cuando caen en el temido aburrimiento); o el runrún mental de los adultos, sumidos en la larga lista de preocupaciones cotidianas. En los que el crepúsculo también propicia encuentros sexuales furtivos, antaño culpables, hoy clandestinos sin más.
Es en esa extrañeza paisajística donde el artista se ha inspirado para trabajar a lo largo de 2015 en una serie de pinturas -superan la cuarentena-, que conforman la exposición Maryon Park, con la que la Facultad de Bellas Artes (Plaza de El Ejido, s/n) ha dado el pistoletazo de salida a su temporada. Hasta el 13 de noviembre próximo podrán verse las 12 obras que el creador desarrolla en todos estos lienzos, de diferentes tamaños y un cromatismo radical en el que el verde obsesivo del artista predomina, caminando hacia un azul nocturno. Precisamente son las piezas de mayor tamaño las que recorren diagonalmente la sala: tituladas y numeradas como detalles, constituyen el enfoque del artista, que toma prestada la ficción cinematográfica del fotógrafo de Antonioni en Blow-Up (1966) para ampliarnos la imagen representada y de paso, descubrirnos "la presencia física de la pintura" (le parafraseo). Las noches cerradas de obras como Maryon Park (Detalle Nº 13) atraen la vista por lo que de encuentro tienen con la organicidad pictórica (un párpado que intenta enfocar al máximo para ver claramente). Pensemos que el desenfoque voluntario es la otra posibilidad: para conseguir una óptica distinta de la escena, o no contemplar absolutamente nada (como hacíamos al someternos a una horror movie).
Es de manera fragmentaria como Valverde concibe ese espacio público, compuesto de retales de vida transeúnte. O de ausencias de vida, en aquellos fructíferos paseos cotidianos en compañía de su persona no humana favorita. La silueta de lo que desearía que fuese la mansión Wayne asoma en Maryon Park (estanque), una de las escasas concesiones a la forma. Fiel a su planteamiento -en parte fílmico, por la referencia cinematográfica, amén de fotográfico, por esa manera deliberada de acercarnos y alejarnos al paisaje-, el creador sitúa al espectador en fragmentos de parque: ahí están esas series temporales, una treintena de cuadros que titula 1,25 segundos en el parque. El atardecer de un banco solitario que levita y cerca al público. Un banco menos solitario, sin embargo, que esas sillas públicas e individuales que dan cuenta, en los parques modernos, de la soledad rotunda y estadística en la que se halla tanta gente.
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