'Esperando a Godot' | Crítica

Un parto en una tumba

Alberto Jiménez, Fernando Albizu, Pepe Viyuela y Juan Díaz, en ‘Esperando a Godot’.

Alberto Jiménez, Fernando Albizu, Pepe Viyuela y Juan Díaz, en ‘Esperando a Godot’. / Javier Naval

Reconforta encontrar, de entrada, un Teatro Cervantes lleno hasta los topes para ver Esperando a Godot, por más que algún que otro espectador desistiera y optara por abandonar antes del final. La legendaria (y prejuiciosa, aunque con sus motivos) dificultad de la obra de Samuel Beckett parece ir cediendo sitio a su aceptación como clásico fundamental no sólo del siglo XX, sino de toda la historia del teatro, en la medida en que tal vez sólo Shakespeare llegó a representar con tanta verdad la condición humana en un escenario. De hecho, el público despidió este jueves al quinteto de actores puesto en pie y con una larga ovación, satisfecho con el desarrollo de la contienda y su resolución. Esperando a Godot sigue siendo esa obra en la que no pasa nada, pero que el público que se acerca a verla sea cada vez más amplio y diverso responde, seguramente, a la sospecha de que el espectador del siglo XXI reúne más afinidades con el texto que el de mediados del siglo XX, dado que las certezas que pretendieron cundir entre las dos épocas, con sus respectivas coyunturas poco o nada alentadoras, se han revelado incapaces y fraudulentas. Más allá de la trampa historicista, y ya en faena, Antonio Simón dirige un montaje que juega a favor del mismo público, que subraya los chistes y los acentos cómicos hasta lograr lo que según cierto imaginario parecía imposible: un Godot divertido que no resta un ápice a la hondura de la revelación de Beckett (siempre con la fidelidad obligada a la canónica versión de Ana María Moix, que igual merecería una revisión para evitar algunas resonancias que el tiempo ha desenfocado sin remedio). Conviene destacar en este sentido algunas decisiones afortunadas: si Beckett construyó a Vladimir y Estragón inspirado en Stan Laurel y Oliver Hardy, así como en las figuras humorísticas del music hall al que tan aficionado era, Pepe Viyuela y Alberto Jiménez, los dos en estado de gracia y cómplices de una química irresistible, componen a dos cómicos de la legua, muy reconocibles por el público español en sus formas y sus réplicas. El resultado es tal vez más áspero, más seco, pero ciertamente revelador y feliz a la hora de llevar Esperando a Godot a territorios transitados por primera vez.

He aquí un ‘Godot’ divertido que no resta un ápice a la hondura de la revelación de Beckett

A partir de esta premisa, Esperando a Godot brinda por tanto los postulados que asumió Beckett (quien, por cierto, y como sucedía con Fin de partida, aspiraba a conducir al público hasta la carcajada) de manera ejemplar y cristalina. El montaje presta especial atención al tiempo como una de las cuestiones esenciales de la obra, con la consideración de la vida como un tránsito confuso en el que se mezclan el parto y la tumba: semejante afirmación no se pronuncia como una condena, sino casi como un alivio respecto a la anodina sucesión de días y noches (la condena es en Beckett la asunción del tiempo lineal como límite artificial impuesto a la experiencia humana, mucho más rica y compleja). Precisamente por la familiaridad con la que suena Godot al oído, la propuesta demuestra hasta qué punto nunca quiso Beckett abordar el absurdo (noción que detestaba desde la misma expresión del término) sino la vida misma, expuesta aquí tras su liberación de todas las liturgias y tradiciones que falsamente se hacen pasar por eso que llaman sentido. Pero quizá la idea esencial es la del encuentro en el otro como primera razón de ser: de manera conmovedora, si uno puede suicidarse en solitario, que lo hagan dos es técnicamente imposible. Con los tremendos Fernando Albizu y Juan Díaz en un reparto perfecto, este Godot es, sí, una celebración inolvidable.

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