Excesos de la retórica escénica

Chantal Aimée, en la representación de 'La gata sobre el tejado de zinc caliente'.
Pablo Bujalance

14 de marzo 2011 - 05:00

Teatro Cánovas. Fecha: 13 de marzo. Producción: Teatre Lliure y Centro Dramático Nacional. Texto: Tennessee Williams. Dirección y adaptación: Álex Rigola. Reparto: Chantal Aimée, Muntsa Alcañiz, Andreu Benito, Joan Carreras, Ester Cort y Santi Ricart. Músico: Raffel Plana. Aforo: Más de 350 personas (lleno).

En una escena de La gata sobre el tejado de zinc caliente, el padre de Brick se refiere a Europa como "un enorme mercado de antigüedades". No puede uno resistirse a trasladar esta afirmación que Tennessee Williams pone en boca de su personaje al medio teatral. Elia Kazan dirigió el estreno de esta pieza en Broadway en 1955. Sólo dos años antes, Samuel Beckett había estrenado en París Esperando a Godot, pero mientras el drama norteamericano era un fenómeno de masas más que asentado, que precisamente había sabido aprovechar su traducción al cine para garantizar su supervivencia, en una Europa todavía maltrecha fenómenos como el teatro del absurdo y sus márgenes se movían aún en un terreno decididamente underground. Por si fuera poco, mientras pensadores decisivos como Camus y Sartre seguían dando fuelle al existencialismo (aunque la distancia entre ambos ya era más que insalvable por aquellas fechas) y al asunto del individuo pasajero y su relación con Dios, la cultura, la sociedad y el mundo, Williams (como ya hiciera O'Neill, y como después haría Albee con más humor) tuvo el arrojo suficiente de plantar el asunto donde más dolía: en la cama. Cuando las vanguardias eran ya cosa de otro tiempo, lo que seguía mandando en los grandes teatros europeos era la retórica, de manera que Williams, que en la otra orilla se había permitido llamar a las cosas por su nombre, sin rodeos, lanzó la broma como un dardo. Con su poquita mala leche.

Los abrumados dramaturgos y directores europeos tomaron nota y redujeron, en una corriente progresiva, la huella retórica de sus trabajos. Pero ésta no desapareció, sino que de alguna forma se mutó en la estética escenográfica e interpretativa. Todavía hoy, el debate principal del teatro europeo sigue girando en torno al poder simbólico de lo que se pone en escena (Peter Brook tiene parte de la culpa) y de lo que un actor quiere decir cuando dice algo a través de su personaje. Y aquí aterrizo de una vez en el montaje de La gata sobre el tejado de zinc caliente con el que Álex Rigola se despide del Lliure. La propuesta reúne numerosos atractivos en casi todos sus flancos, pero creo que, en esta ocasión, a Rigola le ha faltado dejar hablar al texto. No critico la valentía de su dirección, pero, sinceramente, ni la escenografía, ni la iluminación ni buena parte de la interpretación me parecen no ya las apropiadas, sino las más honestas. Lo que en otros montajes de Rigola al frente del Lliure (pienso, especialmente, en Santa Juana de los Mataderos y 2666) funcionaba como argumentos sólidos que sostenían los laberintos, aquí se convertía en motivo de distracción. Lo siento, pero ni el letrero de neón, ni el árbol seco, ni las matas de algodón, ni el proyector de cine ni la música enlatada aportaban nada a la intención del texto. Al contrario, más bien le restaban fuerza. Había, en definitiva, un exceso de retórica. Otros directores como Calixto Bieito ya nos tienen acostumbrados a estos desmanes, pero sinceramente, siempre he confiado en el sentido del equilibrio de Rigola, que aquí, la verdad, ha sido menos.

En cuanto a la interpretación, llegué a temer lo peor en las primeras escenas, que acusan un desmedido interés por subrayar la doble lectura de prácticamente cada réplica. Afortunadamente esta tendencia se corrige pronto, pero hay que lamentar una notable diferencia de calidad entre el genial trío protagonista del reparto (Aimée, Benito y Carreras) y el resto. La gata, en fin, no fue redonda. Lástima.

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