Festival de Teatro | 'Moby Dick'

Los océanos de la imaginación

Una escena de ‘Moby Dick’, con José María Pou como el capitán Ahab.

Una escena de ‘Moby Dick’, con José María Pou como el capitán Ahab. / David Ruano

Ya antes de que Ahab tome la palabra el personaje se nos presenta como alguien “que está por encima de nosotros”, una humanidad tan devastadora, completa y desbordada que asimila elementos propios de la divinidad. Pero no son el valor, el coraje ni la determinación los que determinan la razón de este superhombre (no exento, ciertamente, de calidades nietzscheanas), sino la conciencia de su propia muerte. Al igual que Cristo, al igual que Lear, Ahab hace gala de esa lucidez extrema, trasunto de locura, que provee la prefiguración de su propia muerte, soñada cada noche de forma implacable. Nuestro hombre acabará clavado no a una cruz, sino a una ballena, y nos da buena cuenta del temor que le inspira la monumental blancura, de lo mucho que preferiría no tener que beber de ese cáliz; y sin embargo se lanza a él, sin reservas, por encima incluso de las vidas de quienes le acompañan, hasta el infierno en que nada en él pueda llegar a ser considerado humano. Cuando Ahab pide “¡Muerte a Moby Dick!” está pidiendo su propia muerte, pero hace una advertencia harto significativa al público: “Sin imaginación no podéis acompañarme”. El ballenero no pide cuentos de hadas, sino que da a conocer a los incautos cuál es el único medio para compartir su destino sin caer en su demencia. La imaginación es un parapeto contra la locura, no ya a bordo del Pequod, sino en cualquier circunstancia: sin la posibilidad de contarnos, no habría forma posible de vivir la vida. Cristo, Lear y Ahab se cuentan hasta las últimas consecuencias. Tanto, que ni siquiera la imaginación los salva.

En este sentido, cabe saludar el Moby Dick de Andrés Lima como un homenaje a las posibilidades del teatro para proveer a los seres humanos de la imaginación que precisan; para llevarlos a otra parte, para hacerles vivir no ya sus propias vidas, sino las de otros muchos. El montaje es un artefacto de apariencia sencilla pero de prodigiosa eficacia, en la que no hay pieza sin sentido, lo mismo para crear pasajes de hermosa evocación (como la tormenta, percibida a flor de piel desde la butaca) que para invocar al final esa suerte de deus ex machina inverso en forma de ballena asesina. Lima no duda en mostrar la cocina casi a la manera brechtiana, como en los ventiladores que agitan las velas; pero el invento funciona, lo mismo que unas proyecciones aplicadas con prudente cálculo. Si la versión de Juan Cavestany es un juguete poético en el que Ahab cuenta y se cuenta, saltando del papel de narrador al de protagonista, como si atravesara una y otra vez los límites de la escena, la puesta en escena subraya esa misma poética dejando la materia más importante, precisamente, en las manos del espectador y su imaginación.

Pero Ahab no respira texto ni escena, sino carne, hueso, sudor y algunas lágrimas: las de un José María Pou que convierte su interpretación en el definitivo argumento poético de Moby Dick. Su creación, crepuscular y diezmada, equilibrada a la perfección con el resto del reparto (Jacob Torres y Óscar Kapoya juegan todo el rato a ser muchos sin dejar de ser íntegros, con talento y oficio), se clava en la garganta en cada embestida, en cada silencio, en cada cojera, en cada sílaba pronunciada con la claridad del agua. El teatro, al cabo, debía servir para esto.

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