Flaubert, coloso inmóvil

Periférica publica una extraordinaria obra sobre el escritor firmada por Maupassant

Flaubert, coloso inmóvil
Manuel Gregorio González

29 de marzo 2009 - 05:00

Otro día hablaremos de la publicación, en Alianza Bolsillo, de Los Cantos de Maldoror en la versión de Ángel Pariente (ya conocíamos la de Manuel Serrat en Cátedra, y antes, la de Julio Gómez de la Serna). Hoy, sin embargo, toca hablar de Flaubert, de Todo lo que quería decir sobre Flaubert, obra de Guy de Maupassant, y donde se reúnen, no sólo la violenta admiración del pupilo hacia el maestro, sino también la radical estética de aquel talento sedentario, cuya obsesión, como más tarde en Plá, sería el ritmo, el estilo, el adjetivo preciso, que sirva para abrir la realidad hacia una abismo ignorado.

Los lectores familiarizados con el XIX ya saben que el Maldoror de Lautrèamont es, en definitiva, el encuentro del hombre con la naturaleza: de un lado, el héroe solitario, el vagamundo agónico, y de otra parte, la Naturaleza indolente, el paisaje colosal, que fagocita y devora a sus criaturas. Flaubert, menos dramático en sus obras, lleva no obstante el dramatismo de su literatura a una cota más alta que el poeta de Montevideo; aquélla en que el artista batalla hasta la extenuación con el idioma, para que a la vuelta sea el ritmo propio del lenguaje, la leve transpiración de las palabras, quien diga eficazmente cuanto debe ser dicho. Es sabido que Barbey D'Aurevilly menospreció este afán hercúleo del escritor de Rouen. Pero Barbey era un elegante, un conjurado, un maudit, dotado de una extraordinaria facilidad para la prosa, mientras Flaubert se dirigió como un científico en la búsqueda de ese nuevo concepto, de esa última verdad literaria que él llamó "el estilo".

Maupassant, entre el entusiasmo y la veneración, hace aquí un vertiginoso bosquejo de este singular empeño, dando párrafos de gran brillantez e imágenes de altísima literatura. He aquí cómo el autor de las Veladas de Medan define la tarea ingente de Flaubert, cuando en la noche emborronaba pliegos y su lámpara servía de guía a los pescadores del Sena: "Se quedaba allí durante horas, inmóvil, entregado a su terrible trabajo como un coloso paciente y minucioso que construyera una pirámide con canicas". En este libro de Maupassant, tan corto como extraordinario, se encierra un potente vislumbre del siglo XIX y de su tensión ideológica, de su pasión estética: no era sólo el desvelamiento del misterio y el hallazgo de una música interna en las palabras; era también el desenterramiento del hombre, de su escondida nervadura, como si de una vieja momia se tratase.

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