Fosforescencia de contrabando
Drama juvenil, EEUU, 2012, 93 min. Dirección y guión: Harmony Korine. Fotografía: Benoît Debie. Música: Cliff Martinez y Skillex. Intérpretes: Selena Gomez, Vanessa Hudgens, Rachel Korine, Ashley Benson, James Franco, Heather Morris, Emma Holzer. Cines: Rosaleda, Plaza Mayor, La Verónica, Rincón de la Victoria, El Ingenio.
Inopinadamente, aunque no tanto después de la recepción crítica tras su periplo festivalero, el quinto largometraje de Harmony Korine, enfant terrible del indie más extremo y sucio (Gummo, Julien Donkey-boy, Mister Lonely, Trash Humpers), valedor del white trash suburbial arraigado en la tradición de aquel mítico libro de fotografías, Tulsa, de Larry Clark, con quien por cierto se dio a conocer como guionista de la fundacional Kids, satisface tantos placeres culpables como inocentes, desde el voyeurismo fetichista más evidente a los coqueteos con la vanguardia experimental.
A saber, Spring breakers recicla a dos de los iconos más visibles de esa nueva generación de estrellas adolescentes nacidas a la sombra del Disney Channel, Selena Gómez y Vanessa Hudgens, en un territorio y unos modelos contra natura que apuntan a una clara y consentida operación de lavado de cara destinado a catapultarlas hacia una nueva dimensión adulta en sus respectivas carreras. Y en consecuencia, a atraer a su viejo público hacia nuevos territorios artísticos.
En segundo término, la película de Korine no renuncia en ningún caso a servirse de esa misma imaginería adolescente salida de la MTV, las fiestas salvajes en los moteles y piscinas de Florida o Youtube para reelaborar un tejido audiovisual bastardo que no sólo toma distancia sobre sus materiales de derribo, sino que se propone como nueva superficie poética capaz de capturar, con prudencial distancia pero sin asomo de ironía, las dinámicas y flujos del angst adolescente en la era del consumismo feroz.
Amoral en el sentido más literal del término, salpicada de pequeños anclajes y guiños al cine de género, Spring breakers observa esta desaforada y autodestructiva decadencia juvenil intentando atrapar los rayos de su belleza fugaz, su pulso interno, a través de imágenes y sonidos suspendidos, estallidos de color y texturas que parecen emanciparse del relato en un constante juego de ecos y ritornellos que lo convierten en una experiencia sensorial, en un filme casi sin historia, un filme sin centro que apenas traza un leve juego de voces superpuestas para dotarse de una cierta entidad dramática.
Y es precisamente ahí, entre cuerpos en biquini que se drogan, se emborrachan y se contonean a cámara lenta, donde la película encuentra sus destellos, bajo las luces de neón fosforescentes y los lisérgicos tonos pastel capturados por la cámara de Benoît Debie, flotando en los acordes de la música atmosférica de Cliff Martinez y Skrillex, circulando en torno a un jefe de pista, el traficante-rapero interpretado por un estupendo James Franco, que trasplanta una mirada inopinadamente pura y romántica, piano blanco y Britney Spears mediante, a un paisaje crepuscular del Apocalipsis teen confiado a su propio abismo de formas abstractas.
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