Y Francis Bacon habitó entre nosotros

arte | un genio en clave cercana

Y Francis Bacon habitó entre nosotros
Pablo Bujalance Málaga

12 de octubre 2014 - 05:00

Pocos años resultaron tan determinantes en la vida del pintor irlandés Francis Bacon (Dublín, 1909 - Madrid, 1992) como 1971. Y la determinación se tradujo, como suele, en pérdida. En abril falleció su madre en Sudáfrica. Poco después, el Grand Palais de París organizó una amplia retrospectiva con un centenar de sus obras y pocas horas antes de la inauguración se quitó la vida en la habitación del hotel su compañero George Dyer, a quien dedicó uno de sus trípticos más emocionantes. Y no mucho más tarde, otro amigo, John Deakin, murió a causa de un cáncer. Semejante tormenta tuvo consecuencias inmediatas: Bacon adquirió una casa en Wivenhoe (Essex) y se encerró a pintar autorretratos. Necesitaba encontrarse y definirse como individuo en un mundo en el que sus seres queridos parecían haber acordado su extinción conjunta, y en el que, por tanto, no le quedaban muchos asideros para aferrarse. Pero en los autorretratos, Bacon imprimió a su propia representación los códigos que habían frecuentado otros personajes de sus obras (pues de personajes cabe hablar, en la medida en que asistimos en sus pinturas a verdaderas creaciones escénicas). Fue Bernardo Bertolucci quien, en 1973, brindó la mejor definición de estos códigos al admitir la influencia del artista en el personaje al que dio vida Marlon Brando en El último tango en París: "Quise que Paul fuera como las figuras que reaparecen obsesivamente en los retratos de Bacon: caras consumidas por algo que viene de dentro". Curiosamente, y sin embargo, fueron las muertes ajenas las que condujeron a Bacon a inmortalizarse con la misma dosis de deconstrucción. Uno de aquellos autorretratos, posiblemente el más conocido y representativo de esta época, fue donado por Michel Leiris (comisario de la gran retrospectiva del Grand Palais parisino celebrada en 1971) al Centro Georges Pompidou de la capital gala en 1984. Y, a partir de marzo del año que viene (si se cumplen los plazos previstos), esta misma obra formará parte de la colección del Centro Pompidou Málaga, en el Cubo del Puerto, donde podrá contemplarse durante al menos dos años. La llegada a la ciudad de esta obra ofrece un argumento de peso (por si hacían falta) para volver, una vez más, a uno de los artistas más influyentes, desconcertantes, admirados, odiados, atormentados, misteriosos y lúcidos del siglo XX.

A partir de 2015 Málaga podrá por tanto celebrar aquello de que Francis Bacon habitó entre nosotros, pero su obra no constituye, ni mucho menos, un episodio excepcional en la historiografía expositiva reciente de la ciudad. Basta recordar la exposición temporal El factor grotesco, que acogió el Museo Picasso desde octubre de 2012 hasta febrero de 2013, en la que se incluían tres obras importantes del irlandés: una de sus más de cuarenta recreaciones del Retrato de Inocencio X de Velázquez, el tríptico Agosto y la fabulosa Figura sentada de 1984. Sin embargo, la mayor conexión que presenta Málaga con Francis Bacon se encuentra en la Fundación Picasso Casa Natal, que conserva en sus fondos cuatro piezas altamente representativas de la obra gráfica de Francis Bacon: la litografía Oedipe et le sphinx, de 1983, y tres aguafuertes correspondientes a otras tantas series de tres obras (todas ellas de 1987): Study for portrait of John Edwards (realizado a partir de otro famoso tríptico de pinturas, Three studies for a portrait of John Edwards, de 1984), Taken from an old press cutting of woodrow Wilson in Paris for the Peace Conference 1919 y Taken from a photograph of Trotsky's study in México, 1940 (los tres ejemplares conservados en la Casa Natal ostentan el número de 47 de cada una de las series, todas ellas constituidas con un total de 99). Estos grabados se han expuesto puntualmente, y tal vez la llegada a Málaga del Autorretrato (dados los lazos existentes entre el Centro Pompidou Málaga y la Fundación Picasso a través del director de la segunda e impulsor clave del primero, José María Luna) podría servir de excusa para una nueva exhibición a modo de pertinente contextualización.

De cualquier modo, siempre resulta reconfortante regresar a Francis Bacon, más aún cuando su obra reviste tan próxima visibilidad. Es cierto que del pintor únicamente (o casi) se habla en los últimos años en virtud del éxito recaudatorio de sus obras en las subastas: el 12 de noviembre de 2013, su tríptico Tres estudios de Lucian Freud, que precisamente coronó la retrospectiva del Grand Palais en 1971, pulverizó todos los hitos en cuanto a subasta pública al ser vendido en Christie's por 142'4 millones de dólares después de una agónica puja en el Rockefeller Plaza de Nueva York que duró seis minutos. El récord anterior correspondía El grito de Munch, vendido en 2012 por 120 millones de dólares. Curiosamente, el mismo Lucien Freud, nieto de Sigmund, se refirió en una ocasión a Francis Bacon como el pintor "más sabio y más salvaje", una descripción fiel al hecho de que, más allá del irracional mundo de las subastas, lo que artísticamente pretendió el irlandés continúa planteando un fascinante reto intelectual en el siglo XXI. En parte, este reto se debe al carácter autodidacta de Bacon, que defendió siempre a ultranza como un apostolado consecuente a cierta celestial revelación, y que se traduce, todavía 22 años después de su muerte, en una singularidad insobornable, por más que, al mismo tiempo, su influencia sea notoria. Existe la tentación de observar la obra del pintor a la luz de su biografía, marcada a fuego por el dolor desde una infancia señalada por el asma, una adolescencia en la que fue expulsado de su casa por su padre tras conocer éste las inclinaciones homosexuales de su hijo y una madurez en la que las relaciones con sus amantes se traducían en tempestades y arrebatos. Conviene apuntar, no obstante, que pocos artistas midieron tan al detalle su imagen pública en el siglo XX como Francis Bacon, cuya proyección como artista homosexual desde su atalaya londinense, en una sociedad tan puritana como la inglesa de su época, perseguía efectos muy concretos. Cuando Margaret Tatcher definió su obra como "asquerosos trozos de carne", estaba dando al artista lo que buscaba.

Uno de los mejores instrumentos para abordar a Francis Bacon viene de la mano de las entrevistas que el escritor y periodista francés Franck Maubert realizó al artista durante los años 80 para L'Express. La editorial Acantilado publicó en 2012 una jugosa (aunque breve) selección de las mismas en un volumen titulado El olor a sangre humana no se me quita de los ojos, con material suficiente para conocer la honda, múltiple y proteica personalidad del artista y su concepción de la creación plástica. Es bien conocida, por ejemplo, la querencia que Bacon profesó siempre por la pintura española desde la primera vez que visitó el Museo del Prado (al que regresó, una y otra vez, como alumno ávido de lecciones interminables), especialmente por Velázquez; pero su amor por Picasso no fue menor en este sentido. Así lo expresa a Maubert, tras referirse a Joyce: "Me gustan los que investigan, los que desmontan, los que deshuesan, los que inventan. De ahí mi gran interés por la obra de Picasso. Picasso me gusta muchísimo, todo, todo Picasso. Como hombre es fascinante. Y su abundante obra, tan imprevisible. Sus esculturas, sus dibujos. Si no llega a ser por él, creo que yo jamás hubiera tocado un pincel". Semejante declaración no resulta extraña, ni mucho menos: Bacon compartió con Picasso pasiones como la que generó en ambos el arte antiguo. Pero si en algo se parece al malagueño es en su resistencia a cualquier etiqueta, no mediante el rechazo sino mediante la asunción de todas: Bacon no es surrealista ni expresionista, seguramente porque es ambas cosas (y algunas más) a la vez. En otra entrevista borda una confesión muy interesante en este sentido: "Pintar es la búsqueda de la verdad. Pinto sólo para mí. Sólo para mí. Van Gogh casi lo consiguió. En una de sus extraordinarias cartas a su hermano, escribió: 'Lo que hago tal vez sea una mentira, pero eso evoca la realidad con más precisión'. Se necesita la mentira para llegar a la realidad. La verdad cambia, ¿sabe? La verdad es la mentira. Basta con observar a los políticos, a los economistas... ¿Quién posee la verdad? Nadie posee la verdad de una vez para siempre". Y, al ser luego preguntado por Giacometti, apunta en la misma línea: "Soy sobre todo un gran admirador de sus dibujos. Sus dibujos son más nerviosos. Cuando se habla de pintura, ¿qué podemos decir? ¿Qué se puede decir de las grandes obras de Velázquez? ¿De los pasteles de Degas? ¿De Cézanne? ¿De las obras maestras de Van Gogh? Él sí que tocó de cerca la verdad. Con todos los grandes artistas, siempre se trata de un extra. La pintura es una lengua en sí misma, es un idioma aparte. Nadie es capaz de hablar de ella. ¿Y para qué hablar de ella? Mirémosla".

En otra conversación da cuenta Francis Bacon a Frank Maubert de los motivos por los que se lanzó a hacer autorretratos. Y lo hace sin miramientos: "Soy viejo y feo. Y detesto mi cara, igual que me resulta penoso oír mi voz. Es espantosa. Lo mismo que ver fotos de mí mismo. Cuando hacía autorretratos era porque en aquel momento no tenía a nadie más a quien pintar. ¿Sabe usted, Franck? He perdido muchos amigos. Prefiero a la gente guapa. La juventud lo es todo". Maubert le pregunta a continuación por qué, entonces, decide torturar la belleza de esta forma en sus cuadros, y Bacon responde así: "Me gustan las heridas, los accidentes, las enfermedades, todo aquello donde la realidad abandona sus fantasmas. Pero bueno, la fealdad puede ser interesante y fascinante, ¿no?".

En gran medida, el arte contemporáneo no ha hecho más que intentar responder a esta pregunta desde la misma muerte de Francis Bacon, quien en su juventud aceptó el desafío de pintar la representación más fidedigna del grito humano. Toda su obra es ese grito, y un grito no es feo ni hermoso. Comparado a menudo con Beckett, Bacon prefería parecerse a Shakespeare. Aunque la materia no sean sueños, sino pesadillas.

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