El Jardín de los Monos
  • Perpiñán siempre ha tenido una gran dosis de nostalgia para mí, una ciudad en la que jamás había estado pero que desde mi juventud la había idealizado como símbolo de la rebeldía y la libertadas

  • El tesoro sefardí

Nostalgias de Perpiñán

Nostalgias de Perpiñán Nostalgias de Perpiñán

Nostalgias de Perpiñán

Escrito por

Juan López Cohard

PERPIÑÁN ha tenido siempre una gran dosis de nostalgia para mí. La nostalgia de una ciudad en la que jamás había estado pero que desde mi juventud universitaria siempre la había idealizado como un símbolo de la rebeldía, de la libertad. Dalí dijo de ella que era la capital del mundo. Para mí era la capital de lo prohibido.

Siempre recuerdo que mi amigo Lucio, tras su paso por esta ciudad, me regaló el libro La Guerra civil española de Hugh Thomas, editado por Ruedo Ibérico, prohibido por entonces en España. Lo perdí olvidado en un banco del parque de Málaga. Aún me pregunto cómo pude olvidarlo ¡Cherchez la femme! Perpiñán era la capital de los libros censurados por la dictadura, pero también fue la meca del cine para los españoles (hago referencia a los años sesenta y comienzos de los setenta). Amigos que tuvieron la fortuna de viajar a mi tan admirada como lejana ciudad, me contaban de El último tango en París, haciendo especial hincapié en la escena protagonizada por Marlon Brando, María Schneider y la mantequilla, de la que nunca supe su marca. También me deleitaban contándome escenas de Emmanuelle, como aquella en la que Sylvia Kristel recordaba a Onán sentada en un sillón de mimbre, colgado entre la frondosa flora de un jardín tropical. En fin, películas con las que yo soñaba y que no pude ver hasta finales de la década de los setenta.

Recuerdo ahora con nostalgia la primera vez que estuve en Perpiñán. He de confesar que no sabía que estuviese situada a orillas de un río, La Têt. Pero también he de confesar que, a pesar de mi ignorancia geográfica, no me pareció nada extraño. Es más, después de haber recorrido y conocer Francia bastante bien, lo extraño fue que no hubiese dado por sentado que tenía un río. Siempre estuve convencido de que cuando Dios acabó de hacer el mundo y descansó, se dio cuenta de lo mal que lo había hecho y lloró derramando lágrimas abundantemente. Pues todas cayeron sobre Francia inundando valles y vaguadas. Por eso no existe ningún país que tenga tantos ríos como ella. Cuando los veo, tantos y tan generosos en caudal, no puedo por menos que acordarme de los cauces que transcurren por mi Málaga natal. ¡Ay, qué mustios se quedan los ríos!

Al río La Têt le acompañan, en ambas orillas, unos bulevares con palmeras. En aquellos días de agosto en los que estuve, días de un calor bochornoso, nadie paseaba por ellos. Poca sombra para tan ardiente sol. No fue así en las atractivas terrazas de los bares de la Plaza de La Loge. Sus sombrillas pintaban la plaza de alegres colores y amainaban los calores. Bajo una de ellas, en Le Grand Café de la Poste, mientras tomaba una refrescante y exquisita cerveza –una Kronenbourg 1664, nunca se me olvidará– contemplaba los edificios góticos que conforman la plaza, centro neurálgico de la ciudad. El extraordinario Consulado del Mar, que me recordó al edificio de la Lonja de Valencia, y el Ayuntamiento la enmarcaban dándole un peculiar aspecto medieval.

Los bares en Francia son especialmente seductores. La coquetería prevalece en toda su decoración. La pulcritud reluce. Pero si algo los hace sublimes no es otra cosa que la amabilidad y simpatía con que te atienden. Nunca falta un detalle para hacerte la vida más agradable. Mientras disfrutaba de la ciudad, sentado en el Gran café, mis pensamientos viajaban paralelamente por los mismos lugares pero en distinta época. Vino a mi mente que ésta fue la capital continental del Reino de Mallorca. Deseada y atormentada por franceses y aragoneses. Un rey francés apodado El Atrevido, hijo del rey santo, Luis IX, la tomó peleando con Pedro III rey de Aragón. Una epidemia de peste se lo llevó por delante. ¡Qué muerte tan poco digna para tan gran linaje! Dante, en su Divina Comedia, se encargó de ultrajar su historia al afirmar que murió “desflorando el lirio”. Creo que quiso decir que había deshonrado el distintivo de su Casa Real la Flor de Lis.

De los vaivenes de su historia han quedado numerosas muestras arquitectónicas en la ciudad, especialmente sus fortificaciones y monumentos religiosos. Nada queda de sus murallas defensivas salvo unos pequeños paños y la puerta de entrada a la ciudad, denominada El Castellet. Un poderoso bastión almenado que albergaba un museo de artes populares de escaso interés. Como en toda Francia, el patrimonio histórico-artístico está excelente y meticulosamente cuidado, prestando la doble finalidad de revivir el pasado y vivir de él en el presente. Tan extraordinario acervo tiene un especial interés turístico. ¡Cuánto hemos de aprender los españoles de nuestros vecinos franceses! –Pensé entonces– Hoy podemos decir que estamos casi a su altura.

Dos hercúleas torres me abrieron paso a la Ciudadela y al Palacio de los Reyes de Mallorca encaramado en un cerro que domina a la ciudad. Desde lo alto de una de ellas pude contemplar una maravillosa panorámica. La misma que gustaría de ver al rey Sancho. Sus dominios continentales: los desafiantes y poderosos Pirineos a un lado, el Mediterráneo al otro y enfrente, a sus pies, Perpiñán.

Puede que lo que más me impresionara del palacio fuese la pequeñísima capilla, contradictoriamente denominada La Grand-Chapelle, Quizá por el parecido que le encontré con la Saint-Chapelle de París. La de Perpiñán fue construida por Sancho IV y la de París por Luís IX, el santo. Mientras que Luís construyó la pequeña joya gótica para rendir culto a las reliquias traídas de Tierra Santa, Sancho debió construir la suya para pedir a Dios que el hijo del santo, o sea, El Atrevido, le dejase en paz. En cualquier caso también legó a la posteridad una magnífica joya gótica.

Paseando entre sus callejuelas, de inconfundible sabor medieval, fui a parar a la plaza Gambetta. León Gambetta, político del XIX, es en Perpiñá (y en Francia toda) como Larios en Málaga. Tiene plazas, bulevares y calles a gogó. Desde la plaza me admiró la graciosa torre campanario de la catedral de St-Jean, rematada con un enrejado afiligranado de hierro forjado. Tuve la impresión de que fuese una jaula de campanas que, como pájaros de bronce cantaban periódicamente con piques y repiques.

Bien entrada la tarde me acerqué al Museo Rigaud en la Plaza de La República. Está dedicado al pintor de cámara del Rey Sol, nacido en Perpiñán. Quizás su cuadro más famoso sea el retrato del Rey Luis XIV, colgado en el Museo del Louvre. Aunque una copia del propio pintor, encargada por su nieto Felipe V de España, se encuentra en el Museo del Prado. Me pareció que el único interés del museo eran las obras de los maestros catalanes del siglo XIV. Es una pena que no dejasen muestras de sus obras todos aquellos pintores de las vanguardias de finales del XIX a mediados del XX que pasaron por Perpiñán, como Dalí, Matisse, Chagal o Delaunay. Sólo Picasso está representado en el museo.

En Perpiñán se respira la cultura catalana en todos sus rincones. Nadie diría que fuese francesa y, sin embargo, nadie escapa del aroma embriagador de la seductora Francia. La elegancia, el bon travail, la educación, la galantería y la gracia está presente en todos los aspectos de la vida. Todo eso comienza a percibirse en esta ciudad tan catalana como francesa. Tengo un especial aprecio por la primera comida del día: el desayuno. Nada más pasar la frontera, éste se convierte en un verdadero ritual. No hay más que fijarse en un francés para entenderlo. No le faltará parsimonia en la temprana ingesta. Como tampoco le faltará el café au lait con un crujiente croissants calentito y una fina baguette acompañada con mantequilla y mermeladas. Para mí constituye una auténtica delicia. En cualquier bar, la mesa estará perfectamente compuesta, mantel y servilletas de tela, cubiertos de calidad, cestita con todos los aditamentos necesarios para aderezar la comida, la chocolatina y un florerito con su correspondiente flor. Aunque la gastronomía en Perpiñán es de base catalana, en ella comienza a apreciarse que estamos en las puertas de Francia.

Perpiñán, cuando estuve, no era ya la romántica ciudad de lo prohibido. Pero seguía siendo la encantadora ciudad por cuyas ventanas entra la refrescante brisa del país de los sentidos, del imperio del hedonismo, de la razón, de la belleza y de la libertad: la sublime Francia. Merece la pena volver.

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