Cultura

Sucedió en Múnich

  • El diálogo entre Picasso y la vanguardia germana del primer tercio del siglo XX se revela tensa, coetánea, vibrante: la mirada distanciada es en 'Registros alemanes' ocasión de redescubrimiento

COMO príncipe de los ángeles rebeldes. Luciferino. Así tildaba François Mauriac a Pablo Ruiz Picasso (1881-1973), por el que no parecía tener mucha estima. Tampoco George Grosz, de la pandilla de la Neue Sachlichkeit -la Nueva Objetividad, movimiento que se desarrolló en Alemania entre 1919 y 1933-, se ahorró improperios contra el malagueño, al que consideraba parte del "orden del arte"; Grosz, en compañía de Max Beckmann, Otto Dix y otros, lanzaba "una mirada distanciada, aparentemente objetiva y neutra aunque en verdad muy crítica y a menudo amarga, a la República de Weimar en los años previos a la llegada de los nazis al poder", escribe el filósofo y germanista francés Marc Jimenez. Resistiéndose a la abstracción (así como al poder fagocitante del pintor español), Beckmann, Grosz y Dix desfilan en la propuesta temporal que cierra el año en el Museo Picasso Málaga. Picasso. Registros alemanes, en cartel hasta el 21 de febrero de 2016, es un proyecto comisariado por José Lebrero Stals y centrado en el diálogo -o más bien discusión tensa, coetánea, vibrante-, que se produjo entre el artista afincado en Francia y la vanguardia alemana del primer tercio del siglo. Una muestra cuyo epílogo son los albores de la Documenta de Kassel, previo paso por un par de salas que dan cuenta de la asimilación y reinvención plástica que Picasso hizo con determinados temas, bíblicos y mitológicos, abordados por maestros alemanes del siglo XVI (Durero, los Cranach y Grünewald). En el medio, una breve parada en el Entartete Kunst (arte degenerado), el concepto que el nazismo propagó para desacreditar el discurso artístico moderno, vuelve la mirada hacia una de las páginas más vergonzosas de la historia de Occidente.

Paula Modersohn-Becker abre la exposición con un retrato de Lee Hoetger con flor (1906) al que sigue Cabeza de hombre (1908), de Picasso. Nacidos en Dresde y en Málaga, respectivamente, su coincidencia en el París de principios de siglo fue más estilística que física: ambos compartían el gusto por el Renacimiento alemán. Los registros en los que la exposición se estructura arrancan, de hecho, con el descubrimiento del arte extra europeo (africano, oceánico, americano) que ambos artistas experimentaron. Grupos artísticos como el expresionista Die Brücke (El Puente donde militará un Ernst Ludwig Kirchner muy presente a lo largo de esta muestra), se unen al titular del museo en la fascinación por los bronces de Benín, o por piezas anónimas como la Máscara Mukuyi de Gabón (traída desde el Picasso parisino). Así Emil Nolde, que fijándose en el imaginario de los indios hopis de Arizona pintará Figuras exóticas II (1911). El arte como identificación lúdica con mitologías individuales puede contemplarse en dos obras de Max Ernst: la robótica Bajo los puentes de París (1961) y Maximiliano o el ejercicio ilegal de la Astronomía (1964), un homenaje caligráfico a su astrónomo favorito.

El Registro 6 -Retratos e intimidades- evidencia la presencia de mujeres como modelos antes que artistas (con la salvedad de Modersohn-Becker), y traza un cierto paralelismo entre dos de las retratadas, Naila y Olga; distintos estilos, pero semblantes familiares que comparten el vacío del período de entreguerras. El ejercicio moderno de la naturaleza muerta y del paisaje como espacio de libertad (o libertino, quizás) ocupa sendos registros en los que el grado de figuración distingue la orilla picassiana (Paisaje con dos figuras, 1908) y germana (En las dunas, 1911), personificada en Max Pechstein. La idealización de las vidas ambulantes, con el nomadismo gitano y circense como paradigma, es compartida por Picasso, August Macke (Circo, 1913) y Kirchner, cuya mirada acrobática contemplamos en diferentes disciplinas, paralelamente, en la sala. Estas obras coinciden en el espacio con otro subdiálogo, en este caso trazado entre Der Blaue Reiter (El Jinete Azul, efímero grupo fundado por Kandinksy y Franz Marc) y el período rosa picassiano.

Poetas, filósofos y marchantes pueblan un universo vanguardista en el que las colaboraciones y admiraciones, aversiones y odios, son moneda común; de la misma manera que la tensión inherente a la competencia, tan fructífera cuando quienes compiten lo hacen con brillantez, inteligencia y amor verdadero por aquello que se cultiva. En este sentido, el paroxismo de la exposición se halla en París versus Berlín: "Internacional de la Cultura" la primera, en palabras de Harold Rosenberg; metrópoli borde la segunda, que Grosz resume ferozmente en Escena callejera (1925). Será el mismo artista que en el Registro 13 (Collage, dadá, destrucción) asuma la máxima picassiana de "cada acto de creación es ante todo un acto de destrucción": lo hace en Korrigierter Picasso. La vie hereuse (Dr. Karl Einstein), pieza realizada junto con John Heartfield en 1920. El ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial implican una toma de postura, una ética asociada a la disidencia activa y al coraje de vivir en tiempos de noche y niebla. Ahí encontramos el cascote de una Europa destrozada (Vánitas, 1946), o los desastres de Otto Dix (La Guerra, 1924), además del Interregnum (1936) irónico y amargo de -otra vez- Grosz.

"Bolchevique cultural número uno" para algún ideólogo nacionalsocialista, Grosz formó parte del catálogo de Entartete Kunst, la exposición de arte degenerado con la que el nazismo condenó a la hoguera a la plana mayor moderna. Matar la modernidad -Registro 18 de la exposición- constituye un capítulo narrativo que, a través de la imagen en movimiento, continúa causando no poco estupor. El que debieron sentir muchos alemanes y austríacos al leer aquellas infamias, frases impresas destinadas a revelar "el alma racial del judío", con referencias explícitas a personajes como Rosa Luxemburgo (doblemente odiada, por marxista y judía). Se concede, así, una especie de rehabilitación especial al retrato de Erna, esposa de Kirchner (1917). El nazismo persiguió una práctica artística que habría "desfigurado" el arte alemán: la obra de "los herederos de Grünewald", dice Jean Clair.

Es Grünewald uno de los maestros antiguos que la muestra del Picasso malacitano apunta como una de las influencias germanas recibidas por un artista que nunca pisó, paradójicamente, Alemania. La preferencia por el naturalismo, que él mismo se encarga de dinamitar en sucesivas interpretaciones de la Venus y Cupido el ladrón de miel(1537) de Lucas Cranach El Viejo (de quien revisitará con insistencia y lenguajes diferentes su David y Betsabé), se antepone al ornato por el ornato italiano. Asimismo, queda patente el interés de Picasso por la Crucifixión; partiendo del magisterio renacentista, el malagueño irá transformando en manchas progresivamente fragmentadas… hasta alcanzar un estado óseo: la anatomía desfigurada del soldado moderno. Aunque es el Retrato de una mujer (1539), del joven Cranach, el que se lleva la palma, con distintas adaptaciones cromáticas de su propia versión, amén de obras directamente deudoras de aquella dama, como Joven inspirada por Cranach (1949). Decía Nietzsche que aquel que llegase a conocer los viejos orígenes acabaría buscando los manantiales del futuro… En este sentido, cabe afirmar que el regreso del de Málaga a los clásicos es ya de por sí un clásico. Una actitud que le permitía escapar de sí mismo y de cada uno de los ismos a los que se le asoció. Conectando, por la vía de esa tradición pictórica -alemana, en esta ocasión- con las vanguardias del país donde un ruso (Kandinsky) le definió, afirma Peter-Klaus Schuster, como "el genio artístico del siglo". Sucedió en Múnich.

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