Crítica de Teatro

Terror didáctico o mala conciencia

Representación de 'Troyanas', ayer, en el Teatro Cervantes.

Representación de 'Troyanas', ayer, en el Teatro Cervantes. / javier albiñana

La tentación de recurrir a la tragedia griega para hablar desde la escena sobre los desastres del presente cunde con particular vigor como escuela sensible del teatro español contemporáneo, todavía, muy a pesar de determinadas cimas recientes que habíamos creído insuperables. Podemos enumerar diversas razones en relación a esta tendencia, desde el caché (no es lo mismo arreglarse para ir al teatro a ver un clasicazo que la última ocurrencia de vaya usted a saber qué autor moderno) hasta las ocasiones de lucimiento para los elencos; pero tampoco hay que desestimar la evidencia de que Eurípides explica determinados aspectos del ser humano, con una solvencia únicamente superada por Shakespeare, que resuenan con especial eficacia en el ecosistema que ofrece un teatro. Así, el mayor impacto que deja el montaje de Troyanas visto anoche es la precisión quirúrgica con la que la tragedia expone sentimientos como el dolor ante la pérdida, la ira y la venganza. Esto ya venía de fábrica, digamos, gracias a Eurípides, quien tampoco presta demasiada atención a la catarsis (ya había llovido un poquito desde Esquilo) y, en lugar de procurar la sanación del público, se conforma con ofrecerle un espejo. Luego, semejante estrategia queda debidamente expuesta en un contexto concreto como es la guerra. Y si a Eurípides le pudo apetecer en su momento tocarle las narices a sus paisanos, en el espectáculo de Carme Portaceli es el contexto el que termina invadiéndolo todo, con una apelación constante a las masacres que a diario se ven en televisión, proyecciones incluidas. Insisto: con toda la legitimidad.

Hay que decir que el montaje es magnífico, en su resolución estética, su factura y sus no pocos hallazgos. El reparto, aunque un tanto desigual, es equilibrado y aprovecha a fondo el material humano disponible para significar en conjunto. La ambientación abstracta juega a favor de la intención contextual, con más acierto del que hubiera aportado una traslación directa de los acontecimientos a la guerra de Siria. Ciertos elementos (la aparición del niño, el tono sacro de la música, el fantasma de Políxena) aportan una calidad melodramática que no erosiona las intenciones y se insertan bien en la arquitectura trágica. Hay un notable trabajo físico, especialmente esmerado al principio, con coreografías soberbias, que finalmente parecen quedarse a medio camino y del que un servidor esperaba un desarrollo más valiente. La escenografía de Paco Azorín, con su enorme T inclinada, es evocadora y aporta el aire necesario, pero igualmente da la impresión de que asistimos a una potencial verticalidad finalmente desaprovechada. Todo se expresa así en una poética que a veces no termina de cocinarse del todo y que podría haber dado más de sí, aunque resulta magistral la manera en que la iluminación, fértil y estupenda, acude a completar no pocos huecos.

Precisamente, hay en la iluminación y las proyecciones una querencia brechtiana que encuentra su más feliz correlato en la versión de Alberto Conejero. Sin embargo, los efectos en su recreación del original de Eurípides llegan a ser dispares. Es en los diálogos y réplicas donde Conejero, asesorado por Margarita Borja, hace decir a Eurípides, sabiamente, con la mayor elocuencia, certero y brillante en cada palabra y cada licencia. Aquí, la exposición didáctica del terror es absoluta y redonda, con todos los matices y todas las consecuencias. Sin embargo, un servidor habría prescindido de los insertos dirigidos directamente al público, más orientados a la excitación de una mala conciencia (ésa que puede sacudirse con una inscripción a una ONG) que a esa meridiana pedagogía de la catástrofe humana. Un mayor coraje brechtiano habría venido de perlas. Aquí sí.

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