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Arte en Málaga
Málaga/Afirmó en cierta ocasión Peter Brook sobre su oficio, el teatro: “Gracias a Dios que nuestro arte es perecedero. Así al menos no contribuimos a juntar más basura en los museos”. En lo que se refiere a las artes plásticas, frente a la tradicional presunción inmortal de la obra por encima de corrientes, gustos y generaciones inevitablemente pasajeras, no pocos artistas han indagado, especialmente en el último medio siglo, en las posibilidades perecederas como valor añadido a sus creaciones, justamente en sintonía con unos tiempos en los que el consumo y la combustión acelerada dictan las normas en lo que a tendencias culturales se refiere. Las cotizaciones astronómicas adjudicadas a propuestas que, para colmo, tienen que ver cada vez menos con la noción de obra y más con el ámbito propio de la idea han estimulado, justamente, la búsqueda de un arte plástico y visual efímero como reacción ante la mera reducción capitalista de la cuestión. Dejando a un lado soluciones bizarras como la famosa pintura autoinflamable de Banksy, programada para su descomposición después de haber sido subastada por un ojo de la cara, el medio más común en este empeño tiene que ver, como para darle la razón a Peter Brook, con el diálogo con las artes escénicas y con la performance como fruto del mismo. Es ahí donde el artista puede hacer cosas sin necesidad de que, una vez terminadas, quede constancia de las mismas. El artista mallorquín Miquel Barceló decidió ejemplificar sus conclusiones al respecto, de hecho, en una performance titulada Despintura fònica que, tras su estreno en el Museo Picasso París y su paso por espacios emblemáticos de ciudades como Bangkog, Kioto, Salamanca y Zúrich presentó este viernes en el patio del Museo de Málaga en una actividad organizada de la mano del Museo Picasso, que acoge hasta septiembre la exposición de Barceló Metamorfosis y para la que performance, que este sábado repite a las 20:00, sirvió de estimulante complemento.
Tras la correspondiente presentación a cargo de los directores del Museo Picasso (José Lebrero) y el Museo de Málaga (María Morente), Barceló compareció con su aliado esencial en este trabajo, el músico francés Pascal Comelade, quien desarrolló al piano eléctrico desbordantes paisajes sonoros, de férrea voluntad tonal, entre el rock, el minimalismo y el clasicismo más riguroso. Sobre esta música, Barceló comenzó a trabajar sobre un lienzo de dimensiones murales sobre el que derramaba pintura negra al agua con una amplia gama de instrumentos (pinceles, balones, escobas, aerosoles y pulverizadores varios). En pocos minutos, la pintura iba ya creando sus propias formas y paisajes, debidamente dirigidos con precisión por Barceló, mientras la música de Comelade, con poderosas bases electrónicas, respondía a la velocidad con la que se asentaba el conjunto monocromático. Pasados poco más de diez minutos, Barceló dejó a un lado sus herramientas y se limitó a observar su obra mientras Comelade viraba a sonidos y tempos menos estridentes. Y a partir de entonces pudo el público comprobar como esta obra creada ante sus ojos se iba deshaciendo, desvaneciéndose en una lenta disolución tras la que reaparecía, sereno, el lienzo en blanco. Si hubo una obra de arte en algún momento, ya no la había.
O sí. La verdadera performance se encontraba en los teléfonos móviles que grababan el espectáculo en vídeo, empezando por un entusiasta Bernard Ruiz-Picasso que lo dejaba todo bien registrado en primera fila, para su posterior divulgación en redes sociales y corrillos varios. Es ahí, en el imperio fugaz de las pantallas, donde la obra y su extinción permanecen, y permanecerán, tal vez contra el primer deseo de Miquel Barceló. O, según el clásico: quien tuvo, retuvo.
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