"El 'café para todos' fue un error: creó más desigualdad"

Joseph Pérez. Hispanista

El historiador, Premio Príncipe de Asturias, participó ayer en el ciclo sobre Teresa de Ávila que organizan el IML y la Academia de San Telmo.

Joseph Pérez (Ariège, Francia, 1931), ayer, durante la entrevista.
Joseph Pérez (Ariège, Francia, 1931), ayer, durante la entrevista.

Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales y considerado uno de los mejores hispanistas del presente, Joseph Pérez (Ariège, Francia, 1931), francés hijo de emigrantes españoles, participó ayer con una conferencia celebrada en el Ayuntamiento en el ciclo sobre Santa Teresa de Jesús que organizan el Instituto Municipal del Libro y la Academia de Bellas Artes de San Telmo. Su último libro, Teresa de Ávila y la España de su tiempo, está precisamente dedicado a la carmelita; aunque, en la conversación, el Siglo de Oro y la actualidad confluyen con soltura.

-¿Es Teresa de Ávila la prueba concluyente de que, a pesar de todo, sí hubo un Renacimiento en España?

-La mayoría de los historiadores contestarían ahora sin ningún problema que sí, que España participó no sólo del Renacimiento europeo en cuanto al resurgir de la cultura clásica; también confirmarían que hubo una contribución decisiva a la renovación de la vida intelectual, ideológica, espiritual y religiosa de la época. Lo que pasó es que en España este movimiento tomó formas que no son rigurosamente las mismas que en Alemania. Es cierto que la presencia del luteranismo y el protestantismo fue aquí muy escasa, pero lo que hubo en cambio fue una fuerte aspiración a la vida interior, a través de manifestaciones como el iluminismo, más heterodoxa, o el misticismo, que era más ortodoxa.

-De todas formas, ¿fueron las primeras universidades latinoamericanas la mejor concreción de este Renacimiento?

-Sí, se dio una especie de prolongación. Tenga en cuenta que a finales del siglo XVIII, en vísperas de la emancipación, en una época contemporánea a la Revolución Francesa, se dio en ciudades como Lima y Bogotá un interesante movimiento intelectual de oposición. En Bogotá, de hecho, detuvieron a ciertas personas que habían traducido, o eso parecía, la Declaración de Derechos del Hombre y otros textos de la Revolución Francesa que exigían el sufragio universal, la democracia y otras cuestiones. Las autoridades acusaron a aquellos hombres de divulgar las ideas de Rousseau y otros franceses, pero ellos se defendieron afirmando que aquéllas eran las ideas que Santo Tomás de Aquino escribió sobre el poder del rey. A finales del siglo XVIII, tuvieron tanta importancia como Rousseau las doctrinas escolásticas. De hecho, algunos sectores del despotismo ilustrado consideraban a éstas doctrinas sanguinarias, entre otros motivos porque las interpretaban como favorables al tiranicidio.

-¿Y de qué está hoy más cerca España, de un Renacimiento o de una Contrarreforma?

-Yo diría que ni del uno ni de la otra. Los problemas son distintos. Si miramos a Europa, una de las cuestiones más candentes, por ejemplo en Francia, es la presencia de diversas minorías crecientes en número y de diversos orígenes, desde el Norte de África a Oriente Próximo, que no se sienten integradas en la nación. Esto obedece a un fallo de la República. Yo mismo soy un ejemplo de lo que pudo ser la mejor República Francesa en su momento, la República jacobina. Soy francés de padres españoles, o mejor dicho valencianos. De hecho, en mi casa se hablaba valenciano. Pero durante mi infancia, en aquellos años, si entraba en la escuela un pequeño español, italiano o portugués, lo que luego salía por la puerta era un pequeño francés. Eso sí, sin que por ello se rompieran los orígenes familiares. A mí nunca me exigieron que renunciara a España en término alguno, pero hicieron de mí un patriota francés. Lo que contaba era la adquisición de una cultura francesa, algo que forma parte de la tradición del mundo Mediterráneo. Recordemos a San Agustín, que nació en el Norte de África. ¿A quién se le ocurriría referirse hoy a él como un escritor argelino? Hubo una integración, una asimilación desde Roma, y esto fue así por la cultura. Pues bien, justo esto es lo que falta ahora mismo en Francia. Y por eso hay millones de jóvenes que no sólo están en paro, es que ni siquiera se sienten franceses, aun habiendo nacido en Francia y hablando francés.

-¿Y puede esa situación servir de advertencia a España respecto al futuro inmediato, dado que se convirtió en destino de esa inmigración de manera más tardía?

-Sí. A ver, la República jacobina optaba por la asimilación. Ahora se prefiere hablar de integración, que no es exactamente lo mismo. Dudo que a un hombre con un apellido árabe, por ejemplo, se le pudiera considerar hoy un patriota, en Francia o en España, porque el problema es parecido.

-Pero, ¿cómo podría darse una asimilación así en un país que presenta no pocos problemas de aceptación en lo que corresponde a sus símbolos, y en el que los nacionalismos periféricos disfrutan de un especial éxito?

-Ésta es una de las grandes diferencias entre Francia y España. El problema se solucionó en Francia a partir de mediados del siglo XIX y hasta las primeras décadas del siglo XX, primero con la adopción símbolos como la Marsellesa, el Día de la Fiesta Nacional y la bandera; pero también a través de una formación del espíritu cívico en las escuelas, donde a todos los alumnos se les empezó a familiarizar con la historia de Francia, sin sectarismos, lo mismo con Juana de Arco que con la Revolución Francesa. Otro elemento importante fue el Ejército mediante la supresión de privilegios, algo que se vio reforzado con la Primera Guerra Mundial, cuando todas las categorías sociales se vieron comprometidas. Y a España le han faltado justamente estas tres cosas: símbolos, escuela y ejército. La escuela no la tuvo; el Ejército le sirvió para mantener el orden público y enfrentarse a enemigos internos, pero no para defender el país de agresiones externas, lo que derivó en un antimilitarismo muy extendido; y los símbolos se consideran una herencia del franquismo. Los contextos, eso sí, son muy distintos. Sólo hay que ver lo que significan los monumentos a los caídos en la guerra en un país y en el otro, cómo se asimilan.

-¿Considera que la adopción de un modelo federal podría ser una solución para España?

-Mi impresión es que las cosas no se han hecho bien y que la Constitución del Estado de las Autonomías es un error. Que se concediera la Autonomía a regiones como Cataluña, Galicia o el País Vasco, donde ya se daban singularidades apreciables, era lógico. Ahora bien, la generalización del modelo, lo del café para todos, ha sido un error porque ha generado un sentimiento de desigualdad, partiendo de la base de que comunidades como Cataluña siempre han querido más que el resto.

-¿Y qué tendría que decir Andalucía en este sentido, a qué podría aspirar legítimamente?

-Domínguez Ortiz ya decía que Andalucía, como comunidad histórica, no existía. Hasta finales del siglo XVIII se hablaba, todavía como unidades administrativas, de los cuatro reinos: Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada. Luego llegó Blas Infante, que propuso una construcción bastante artificial, un poco como la partición de Castilla y León y Castilla-La Mancha. Lo mismo podemos decir de Cantabria o de La Rioja, resulta difícil justificar históricamente hoy día sus categorías como comunidades autónomas. Creo que el problema viene de ahí: se pensó que abordando lo de Cataluña en un marco general se solucionaría, pero ha sucedido justo lo contrario. Mire, le recordaré algo que siempre me decía Manuel Tuñón de Lara, un historiador español amigo mío que vivió muchos años en Francia y que cuando se jubiló se compró una casa en San Sebastián, allá por el año 77 o 78, cuando la ETA estaba en todo su esplendor. A menudo le preguntaban por qué había decidido instalarse allí, y él respondía: "Lo del País Vasco terminará, tarde o temprano. En cambio, lo de Cataluña no tendrá fin". Casi nadie le hacía caso cuando decía esto, porque entonces Cataluña parecía el mayor ejemplo de madurez y seny. Pero el tiempo le ha terminado dando la razón.

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