Cultura

El crepúsculo de los actores

Comedia dramática, EEUU, 2014, 118 min. Dirección: Alejandro González Iñárritu. Guión: Alejandro González Iñárritu, Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris, Armando Bo. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Música: Antonio Sánchez. Intérpretes: Michael Keaton, Emma Stone, Edward Norton, Zach Galifianakis, Naomi Watts, Andrea Riseborough, Amy Ryan. Cines: Vialia, Plaza Mayor, Miramar, La Cañada, Goya, Rincón de la Victoria, El Ingenio.

Amores perros dejó claro hace 15 años el talento de González Iñárritu. 21 gramos, aunque inferior, no lo puso en cuestión. Pero Babel y Biutiful -aclamadas por muchos- fueron dos superficiales y engañosas imposturas con pretensiones de profundidad, falso cine de autor, pura cáscara posmoderna. Birdman, afortunadamente, devuelve a lo largo de casi todo su metraje aquel talento que deslumbró hace 15 años. E incluso lo supera dejando de lado los ampulosos y huecos dramones que pretendían ser a la vez un retrato descarnado de la condición humana y un diagnóstico de los males de la época. Aquí está otra vez el realizador lleno de una furia agridulce, de una ácida pasión, de una lucidez que no renuncia al humor y de una mala leche que se puede permitir algún guiño emocionante.

Tras Birdman están Billy Wilder y El crepúsculo de los dioses. Al igual que Wilder necesitaba a una verdadera diva del cine mudo arrinconada tras la llegada del sonoro, Iñárritu necesita un verdadero actor que tras haber triunfado interpretando a un superhéroe haya visto decaer su carrera. Wilder la encontró en Gloria Swanson, Iñárritu lo ha encontrado en Michael Keaton, quien, tras sus dos Batman de 1989 y 1992, no ha tenido una trayectoria precisamente gloriosa. Wilder la hacía soñar con un triunfal regreso al cine interpretando una colosal Salomé, Iñárritu lo hace soñar con convertirse en un actor respetado por los intelectuales gracias a una adaptación de De qué hablamos cuando hablamos de amor de Raymond Carver que redima en Broadway su pasado de películas de superhéroes y palomitas.

No es que Birdman sea una variación sobre El crepúsculo de los dioses. Pero la obra maestra de Wilder se transparenta tras esta gran película de un Iñárritu que ha rodado su mejor obra desde Amores perros. Un afortunado regreso a su imprevisible humor negro (desde la inicial caída del foco sobre el actor durante un ensayo hasta el gag/pesadilla del albornoz atrapado en la puerta del teatro) que nos devuelve a aquel universo en el que el azar escribe destinos y gasta bromas pesadas. Pero también se pueden transparentar tras ella Eva al desnudo, Ocho y medio (con citas directas al crítico francés y el vuelo de Mastroianni), All That Jazz y otras películas que ponen al desnudo los mecanismos de la ficción y la creación. Porque Birdman, además del retrato (o la caricatura) de un actor, es una reflexión sobre el cine, el teatro, el público, los críticos... Y las aspiraciones, prejuicios, pedanterías y dependencias comerciales. Hasta convertirse en una broma que plantea una agonía del cine adulto y creativo masacrado en los multicines palomiteros que la propia existencia de esta película, nada minoritaria aunque sí muy arriesgada, desmiente siquiera en parte. Nunca ha sido tan americano un director mexicano al filmar la trastienda del cine y el teatro (o las trastiendas de sus actores). Nunca un director mexicano ha importado al cine americano una tan mexicana desmesura trágico-grotesca.

Rodada en un único (y necesariamente falso) plano secuencia que convierte a la cámara en una especie de Pepito Grillo que no se calla un instante denunciando las miserias y angustias del protagonista, lo absurdo de sus sueños, el narcisismo que afecta a los actores y el raquitismo emocional del universo intelectual, la continuidad del plano supone la casi constante presencia de un Michael Keaton que, tal vez con trozos de sí mismo, despliega un portentoso espectáculo interpretativo. Se le opone un Edward Norton tan desagradable y arrogantemente pedante -como una emanación tóxica del Actor's Studio- que logra no ser devorado por Keaton e incluso, en algunos momentos, superarle. Emma Stone y Naomi Watts, como secundarias, están espléndidas. Desgraciadamente la última media hora -horrorosa- nos devuelve al Iñárritu más engoladamente retórico y barrocamente superficial. Y el dichoso realismo mágico que de vez en cuando asomaba las orejas daña finalmente a la película.

Muy interesante es la banda sonora de Antonio Sánchez, formada por improvisaciones de batería en un ejercicio que recuerda los alardes de las repentizaciones de Miles Davis en Ascensor hacia el cadalso o de Johnny Dankworth en Accidente.

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