Los cuentos del poderoso caballero

Rumor de fondo

Aunque denostado en la literatura contemporánea, los clásicos apelaban al dinero como recurso preferente para presentar a sus personajes en su contexto social, ya fuese por exceso o por carestía

Demonios, brujas, adivinos y otras hierbas

Rafael Álvarez 'El Brujo', caracterizado como Lázaro de Tormes. / Efe
Pablo Bujalance

08 de agosto 2025 - 06:55

Denostado en la literatura contemporánea, el dinero, entendido como cualquier objeto depositario de un valor económico suficiente para su transacción comercial, es un recurso muy estimado sin embargo por los clásicos dadas las posibilidades que ofrece a la hora de presentar a los personajes en su contexto social. Así, en la Antigüedad, el dinero era tenido en estima no solo por su valor, sino a tenor de la fuente de la que procedía. Ya en la Ilíada, Agamenón decide consultar, en compañía de Aquiles, al adivino Calcante para que les explique las razones por las que Apolo ha desatado una epidemia de peste entre las filas aqueas. Calcante señala a Crises, sacerdote apolíneo, cuya hija, Criseida, permanecía secuestrada por Agamenón como esclava. Crises había ofrecido un suculento rescate a cambio de la liberación de su hija, pero Agamenón lo había rechazado, y este desplante el que conduce a Crises a pedir justicia a Apolo, quien presta oídos a su sacerdote y extiende la enfermedad entre los aqueos. Lo que entienden todos es que Apolo ha actuado en venganza del desplante de Agamenón, no tanto como medida de presión para liberar a Criseida. Así responde Agamenón a Calcante: “Y ahora, vaticinando entre los dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía calamidades porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, a quien anhelaba tener en mi casa”. Agamenón accede, pero exige que se devuelva alguna otra recompensa por parte de los aqueos “para que no sea yo el único argivo que sin ella se quede, lo cual no parecería decoroso”. Ante la protesta de Aquiles, Agamenón exige al Pélida que sea él quien devuelva a su esclava troyana, Briseida, con tal de salvar en lo posible su honorabilidad. Y será este episodio el que excite la famosa cólera de Aquiles, detonante a su vez del canto.

Sobre la acumulación de dinero, advierte Séneca: “Aquel que añora riquezas siente temor a causa de ellas. Ningún hombre, sin embargo, disfruta de una bendición que trae ansiedad; siempre está tratando de añadir algo más”. Como preceptor de Nerón, Séneca pudo ser el hombre más rico del mundo en su época, de modo que no duda en resolver su propia contradicción: “El hombre sabio no se considera indigno de los regalos de las manos de la Fortuna: no ama la riqueza, pero prefiere tenerla; no la deja entrar a su corazón, sólo a su hogar”. Plauto, por su parte, fija en el Euclión de La comedia de la olla el arquetipo de viejo avaro que desconfía de todos a cuenta de la preservación de sus bienes (arquetipo del que hará uso posteriormente toda una legión de autores, desde Molière a Dickens). No hay, eso sí, monedas más conocidas que las treinta de plata con las, que, tal y como narra el Evangelio según San Mateo, fue recompensado Judas Iscariote por entregar a Jesús.

En la España del Siglo de Oro, la posibilidad de partir a América a hacer fortuna se revela como un clavo ardiendo

En la novela picaresca, el dinero es un elemento clave por su condición de mecanismo de ascenso social. En el Lazarillo de Tormes, el ciego y el clérigo muestran su mezquindad a la hora de compartir sus miserables ganancias, mientras que el escudero se esfuerza en aparentar una posición desahogada que en nada se corresponde con la realidad. Lázaro solo logra romper este círculo de podredumbre cuando entiende que debe ganarse el dinero de manera autónoma, mediante un oficio: “Y con favor que tuve de amigos y señores, todos mis trabajos y fatigas hasta entonces pasados fueron pagados con alcanzar lo que procuré, que fue un oficio real, viendo que no hay nadie que medre sino los que le tienen”. En la España del Siglo de Oro, la posibilidad de partir a América a hacer fortuna se revela como un clavo ardiendo: “[…] no de escarmentado -que no soy tan cuerdo-, sino de cansado, como obstinado pecador, determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias con ella, a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi suerte”, concluye El Buscón de Quevedo. De El celoso extremeño, tras su llegada a Sevilla, escribe Cervantes: “Viéndose, pues, tan falto de dineros y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España”.

A veces, el dinero encuentra sustitutos cargados de intenciones. Rabelais cuenta cómo Gargantúa, tras la victoria en la batalla contra el ejército de Picrocholo, agasajó a sus soldados con un gran banquete y a su término distribuyó entre ellos “la vajilla y guarnición de la mesa, que pesaba un millón ochocientos mil catorce besantes de oro”. En El mercader de Venecia de Shakespeare, Shylock reclama a Antonio su deuda, en virtud del acuerdo suscrito por ambos: una libra de su propia carne. “Si nos hacéis un agravio, ¿no habremos de vengarnos?”, clama el usurero judío desde un rencor que va ya, claro, mucho más allá del vil metal.

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