La danza como resiliencia: Luz Arcas da vida a los cuerpos "obsoletos" de los mayores de Málaga

La artista ha llevado a cabo un taller formativo dirigido a mayores de 65 años para su espectáculo 'Bekristen/Tríptico de la prosperidad'

La coreógrafa Luz Arcas busca a mayores de 65 años para su espectáculo en Málaga

Participantes del taller formativo de Luz Arcas para participar en su espectáculo en Málaga.
Participantes del taller formativo de Luz Arcas para participar en su espectáculo en Málaga. / Javier Albiñana

Málaga/Las luces del sol que se cuelan por los ventanales de La Térmica parecen los focos de un escenario. Como si estuviera sobre las tablas, una mujer de cabello grisáceo camina como un zombi, sin levantar mucho los pies, cabizbaja, arrastrada por la edad. Cada paso parece más pesado que el anterior, algo que no solo pesa en los huesos, sino en toda una vida. Al llegar casi al centro de la sala, se detiene, mira hacia el suelo y se deja caer. El eco del golpe resuena. No es una caída brusca, se asemeja más a una rendición silenciosa provocada por el paso del tiempo. A tan solo unos centímetros de distancia, Luz Arcas la observa desde su asiento.

La coreógrafa no interrumpe, no acude a levantarla. Espera y analiza cada movimiento. La danza también es verdad. Y la verdad, en ocasiones, duele. La mujer, que ronda los 70 años, empieza a moverse. Trata de incorporarse, pero sus rodillas no se lo ponen fácil. Una vez en pie, se toca la cadera. Todo su cuerpo protesta. La sala entera la mira. En ese instante, no es solo una persona mayor luchando contra su peso y sus años: es un símbolo. El símbolo de la obsolescencia.

La música deja de sonar. La actuación ha terminado. Aplausos. Arcas, al lado del altavoz, se dirige a los participantes de su taller que, a su vez, es un casting para participar en su obra Bekristen/Tríptico de la prosperidad, que aborda el erotismo, el trabajo y la muerte a través de tres capítulos. Pide que todos los presentes, personas mayores de 65 años, caminen juntos y, con cada paso, lancen al aire palabras de objetos que tengan un solo uso: jeringuillas, palillos de dientes, bastoncillos, pañales. Incluso alguien grita: "¡Supositorio!".

El lenguaje corporal se convierte en comunicación en todos los aspectos. Lo que importa es el presente y el saber transmitir con gestos, con miradas, con sonrisas. Con una melodía clásica de fondo, intentan habitar esos objetos, ser esos objetos. Cada uno elige uno. Unos se encorvan como cucharas desechables, otros se doblan como pañales gastados, hay quien levanta los brazos hacia el techo, como tenedores de plástico. Los 23 participantes se dejan llevar por las notas musicales. Fluyen con los ritmos. Todo se transforma en un baile extraño que, a su vez, hipnotiza. El suelo, de cuadrados negros y blancos, parece su tablero de ajedrez.

De pronto, la música cambia. Un sonido más movido, un hip hop, rompe la atmósfera bohemia. Solo quedan ocho voluntarios en el centro. Sus cuerpos reaccionan al ritmo con una vitalidad inesperada. No hay edad en sus movimientos, solo energía. En sus rostros se dibuja una emoción distinta: la de un cuerpo que todavía puede, la de un cuerpo que se niega a ser descartado. De este proceso se seleccionarán a seis participantes que se sumarán al elenco del tercer capítulo del tríptico, La buena obra.

Otro de los ejercicios no es físico, tiene una carga emocional detrás. Cada uno ha traído un objeto personal, algo a lo que se aferra con cariño. Los colocan en el suelo con respeto, casi como si fueran pequeños altares de su vida. Un plato, un muñeco, unas gafas de sol, un estuche, un marco. Zapatos de bebé. Una tablet que proyecta un cuadro. Cada objeto guarda una historia y, sin palabras, sus dueños comienzan a danzar alrededor de ellos. Transmiten con movimientos suaves lo que les evoca. Se dejan llevar, como si cada objeto fuera una ventana a su universo.

Cuando la última nota suena, todo se paraliza. Después de unos segundos de silencio, la coreógrafa aplaude. El taller ha terminado. Han sido dos jornadas de cuatro horas cada una "intensas". El grupo coge sillas y se sienta en círculo. Silencio. Un silencio que no pesa, sino que abraza. Para ellos ha sido un viaje. Un viaje a través de los cuerpos, los recuerdos y la emoción. Arcas está en el centro.

Uno de los hombres -de los 23 participantes, cuatro de ellos son varones- rompe el silencio con una frase sencilla, pero cargada de significado: "Esta experiencia me ha servido muchísimo y me da pena que se acabe. Me gustaría proponer que nos encontremos de nuevo". Todos concuerdan. Hay asentimientos, miradas cómplices. No solo ha sido un taller de danza para participar en el espectáculo de La Phármaca, capitaneado por Luz Arcas. Han encontrado en la danza un lenguaje que los une.

"No he hecho danza nunca, vi la convocatoria en el periódico y como no hacía falta que tuviera experiencia en danza, pensé que sería una buena oportunidad de hacer algo autodidacta", comenta Gonzalo, de 73 años. Explica que no solo consiste en hacer actividad física, sino que se trabaja la respiración y el movimiento en el espacio. "Es asequible, pero cansa porque son cuatro horas muy intensas", dice. Gonzalo admite que "no eres consciente del movimiento del cuerpo" y que el taller estimula diferentes movimientos, por lo que acaba feliz y con un nuevo aprendizaje.

Para Luz Arcas es un taller "muy intenso" y "muy exigente". El taller ha tenido una buena acogida y han tenido que preseleccionar a 23 candidatos, tres más de los que tenían pensado. No hay edad máxima, pero recuerda que la persona de más edad tiene más de 80. "Para mí es muy exigente de cabeza y también emocional, y para ellas creativo, físico, emocional, un poco explosión de cosas", comparte. Le parece "muy interesante" cuando están en movimiento y aparece "toda esa potencia creativa".

Benita tiene 77 años y, aunque nació en Toledo, vive en Málaga desde que se jubiló. Se apuntó porque le "pareció curioso" y le llamó la atención al ser "una persona muy curiosa": "Ha sido muy liberador, muy interesante, lo repetiría". Aunque está "un poco cansada", volvería al día siguiente a repetirlo. Decidió hacer el taller porque está "rodeada de mayores": "Para compensar voy al gimnasio, a actividades culturales donde hay jóvenes para contrarrestar a los que tengo en la habitación del lado; una silla de ruedas, un tacataca, me gusta mucho relacionarme con jóvenes".

Hace menos de un año que Víctor Hugo llegó a Málaga desde Argentina. A sus 67 años, confiesa que han sido "días formidables", con "mucha empatía" y que Luz Arcas ha sido "brillante": "Ha sacado lo más profundo que tenemos dentro y que hemos podido lograr expresar". Con la camiseta de la selección de fútbol argentina y el nombre y dorsal de Maradona, confiesa que ha actuado en varias obras y algunas películas en su tierra. "La idea es esta, es la actuación, el poder estar en el ambiente cultural", sostiene.

Desde el otro lado del mundo es Arlina. Tiene 73 años y es de origen indonesio, pero es británica. Vive en Estepona desde hace 35 años. Nunca ha hecho danza profesional, solo baila por gusto. "Hago ejercicios un poquito parecido a lo que hemos hecho aquí en otro contexto, porque yo soy psicoterapeuta y está la disciplina de psicodrama y ahí entra la psicodanza", explica. Le gustó "mucho" ese estilo de movimiento y de expresión corporal que vio a la coreógrafa hacer un programa de televisión de Estepona y por eso quiso participar.

Domingo tiene 72 años y, aunque nació en un pueblo de Cádiz, vive en Marbella desde hace 34 años. "De pequeñito no me dedicaba a la danza porque había una canción que decía: 'Arsa, arsa, maricones no quiero en mi casa, que se sube a la mesa y le rompe la taza', como yo era maricón y no lo sabía, a partir de ese momento, no me dediqué a la danza", cuenta. Ha estado toda su vida sintiendo un resquemor por no haber obedecido a su corazón y no haberse dedicado a la danza: "Estoy con callos en el alma, me cuesta mucho trabajo poder dedicarme a expresarme libre como dice Luz".

No han sido solo dos días de taller; ha sido un reencuentro con el cuerpo y con la vida misma. 23 personas con diferentes historias juntas en la misma sala por la danza, una sala que ha sido testigo de que el arte no entiende de edades. El espacio se vacía poco a poco, pero la energía que ha vibrado en ella sigue flotando en el aire. Algunos participantes se demoran en la salida, intercambiando miradas cómplices, palabras bonitas, números de teléfono y promesas de volver a verse.

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