Cultura

El fervor del discípulo

XXVI Festival Internacional de Jazz. Teatro Cervantes. Músicos: Kenny Garrett (saxo), Benito González (piano), Corcoran Holt (contrabajo), McClenty Hunter (batería), Rudy Bird (percusión y voces). Aforo: Unas 500 personas (algo menos de media entrada).

Kenny Garrett es uno de esos músicos de los que se tiende a hablar en relación con los grandes dinosaurios del jazz con los que ha trabajado. En el fondo, todas las jóvenes promesas que compartieron oficio y escenario con Miles Davis han tenido que pagar este peaje. La diferencia respecto a otros músicos de su generación es que Garrett no se ha preocupado tanto por llenar sus estanterías de Grammies como por vislumbrar qué podía hacer con ese legado, que por otra parte nunca ha pretendido ocultar. Por esto mismo, la manía clasificatoria que afecta también al jazz tiende a colocar a Garrett dentro de cierta tendencia clasicista, cuanto menos continuista. Ayer, el estadounidense compareció en el Cervantes para presentar su último disco (aunque esto terminó siendo lo de menos), Seedsfrom the underground, un homenaje a sus maestros. Pero ya en el preciso instante en que el jovencísimo McClenty Hunter se sentó a la batería y tomó sus baquetas quedó claro que aquello de clásico iba a tener poco.

Al mismo tiempo, y sin paradojas, el concierto dejó bien claras sus fuentes desde el principio, con una invocación africana llena de rito, cantabile (y de hecho cantada) e hipnótica que impregnó la noche para los restos. Estrictamente, Garrett no hizo nada que no estuviese inventado hace cuarenta años; pero, al mismo tiempo, todo sonó contemporáneo, ágil, atrevido, dentro y fuera del tono pero siempre en conexión con el mismo. Garrett se acordó de Jackie McLean, claro, pero también de John Coltrane, y hasta (perdonen los puristas) Steve Coleman aunque con menos ínfulas, siempre preciso, sin dar una sola nota de más de manera gratuita y a la vez con una generosidad pasmosa. Las invocaciones a Seeds from the underground se combinaron con guiños a lo ajeno y a lo propio, pero lo más importante fue la intención: mientras el discurso en torno al pasado y al presente del jazz se sigue estableciendo en virtud de parcelas intocables, Garrett propone una arqueología de sí mismo que inevitablemente pasa por una arqueología de los otros. El discípulo ha sabido situarse a sí mismo en este mar de influencia y eso le ha convertido en maestro. Tal vez todo lo que pueda llegar a ser dicho mediante el jazz (lo mismo puede decirse de la literatura, el cine y el teatro) ya haya sido dicho, pero lo único e irrepetible es la apuesta que cada músico pone encima de la mesa. Y Garrett ha apostado hasta los muebles: el concierto de ayer fue espléndido, con todo el virtuosismo que uno esperaba, arrebatador, endiabladamente bien tocado y muy divertido a la hora de pulverizar los criterios entre lo viejo y lo nuevo. Es el humor, precisamente, lo que hace lucir mejor a Kenny Garrett.

Pero si los episodios atmosféricos (al borde del free jazz sin serlo) evocaban a Keith Jarrett y los más cool (los menos afortunados, precisamente por contener menos humor) a McLean, el groove era el del Miles Davis más psicodélico. Keith Garrett llevó al extremo el poderío afroamericano y el dúo McClenty Hunter / Rudy Bird aportó a la velada la energía que reclamaba. Todo fue un portento y un exceso en una forma que no pretendía serlo, lo que compete a los grandes. Por más que llamen a los dioses con los ojitos vueltos. Qué gran noche.

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