Cultura

La historia de un tipo corriente

Teatro Echegaray. Fecha: 11 de septiembre. Compañía: Avanti. Dirección, interpretación e idea original: Eduardo Velasco. Texto: Paco Bernal.

La posibilidad de llevar a Jesucristo a escena constituye un reto no exento de peligros. Eduardo Velasco ha decidido asumirlo en su proyecto más personal, un trabajo contado en primerísima persona, hecho con la ilusión del debutante (quién lo iba a decir, de Velasco, a estas alturas: he aquí un admirable modo de mirar y amar al teatro con ojos nuevos, valentía y razón) y también con todas las pasiones. El protagonista de este monólogo, intenso, dicho en voz muy alta y con toda la carne en el asador, es un Jesús sin Cristo. Un Mesías que se siente hastiado de su eternidad, traicionado por aquéllos que le adjudican un mensaje con el que no se identifica y, en una poderosa evocación clásica, de la sombra implacable del Padre en versión antiguotestamentaria. Es, por tanto, un Jesús cansado de representar un papel que no siente pero a su vez ansioso de pasar a la acción. La obra contiene ecos diversos que van desde El gran inquisidor de Dostoievski (un Cristo que no reconoce a la Iglesia, y viceversa), El Evangelio según Jesucristo de Saramago (la Historia de la Salvación interpretada como crimen abominable) y La última tentación de Kazantzakis (el anhelo de una vida normal, aunque aquí la lucha entre la carne y el espíritu queda sustituida por el duelo propio del materialismo dialéctico, entre opresores y oprimidos). La locura no es aquí la demencia equidistante de Erasmo, sino el fuego predicado por Nietzsche. Pero, mejor, vayamos por partes.

Ante todo, El profeta loco brinda la impagable oportunidad de ver a un actor tan enorme como Eduardo Velasco presentando su apuesta. Su trabajo interpretativo es excepcional, pleno de facultades, correcto en todos los parámetros y, sobre todo, generoso: el desgaste físico y mental al que se somete debería ser agradecido por el público. El tono transita por diversos senderos, pero predomina la intención política de despejar dudas con vehemencia; y el protagonista, rebelado ante la tragedia que le es impuesta, abraza el exceso. Es curioso, porque el montaje ofrece algunos apuntes de humor, inferidos como recursos para aliviar la tensión dramática; y sin embargo, es en esos guiños donde se observa una mayor lucidez, tanto del texto como (en consecuencia) la interpretación. Uno sale de El profeta loco con la sensación de que si se hubiera acercado más a Dario Fo (una promesa formulada en la nariz de payaso del maniquí, aunque finalmente rota) que al Calderón de La vida es sueño, todo lo que se quería decir habría quedado mejor dicho. Mi impresión es que a este Profeta loco le falta limpieza, y los pasajes más humorísticos revelan que, mediante esa línea, la contundencia y la osadía habrían sido más claras y rotundas; a veces, el grito corre el riesgo de dar a entender que no se sabe qué decir.

Nietzsche, decíamos, le pone el cascabel al gato. Pero habría que ver lo que hubiera pensado el alemán de todo el discurso utópico que plantea este Jesús que se compara a sí mismo con Gandhi y Mandela (en La genealogía de la moral lo dejó más o menos claro: al final, Nietzsche venía a decir que no tenemos, ni más ni menos, que lo que nos merecemos). Al menos, el profeta obliga al espectador a hacerse preguntas. Y eso, en estos tiempos, es un regalo.

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