Cultura

La judeidad de Marc Chagall

  • La filial del Museo Ruso de San Petersburgo en Málaga propone una nueva aproximación a la iconografía hebraica a través del pintor francés de origen bielorruso y sus contemporáneos

LA diáspora supuso, según Herder, el comienzo de la influencia judía en el género humano. La filósofa Hannah Arendt recogió este pensamiento de su compatriota en La Ilustración y la cuestión judía, texto que resalta la obsesión por el pasado del pueblo hebraico, que se esforzó en conservar episodios remotos en el presente. Tiempos que nos retrotraen a la Ley de Moisés, personaje que prácticamente abre la nueva exposición del Museo Estatal Ruso de San Petersburgo en Málaga que con el título de Chagall y sus contemporáneos rusos estará a la vista del respetable hasta el 5 de febrero del año próximo.

Los padres de Moisés (1891) y Boda judía (1893), con una especie de costumbrismo que va del Antiguo Testamento a la Rusia del siglo XIX, son los cuadros de Isaak Asknazy con los que Evgenia Petrova, comisaria de la muestra, ha iniciado esta regresión en la obra de un pintor, Marc Chagall (Vitebsk, 1887-Saint-Paul-de-Vence, 1985), de trayectoria geográfica inequívocamente judía: nacido en Bielorrusia y formado como artista en San Petersburgo, sería en París donde se convirtió en ese pintor especializado en retratar la levedad del ser, eso sí, chagalliano (porque las criaturas celestiales de Chagall solo se reflejan en un Chagall).

Es esa vuelta a sus orígenes la que centra la temporal que, por lo demás, pone a conversar al artista con algunos de sus coetáneos, en un discurso donde la impronta hebrea nos acompaña en todo momento. Bien es verdad que la obra chagalliana es inseparable de su judeidad, aunque en esta ocasión sus raíces prevalecen sobre ese imaginario amable y amigable, tan admirado por sus innumerables fans, a quienes igual la selección sabrá a poco. Como documento de la añoranza de los orígenes, y enésima demostración de las infinitas aportaciones de la cultura judía a la creatividad contemporánea, la visita sí que cumple expectativas.

Antes del momento mágico -simbolizado por Paseo, 1917-1918-, una serie de piezas de distintas disciplinas y autores se suceden ante nuestra vista (incluida una pared completa dedicada a El Lisitski y sus preciosas litografías, que ilustran El cuento de la cabra, datado en 1919). De Elena Kabischer-Jakerson (reacia a las profecías de Malévich y muy influida temáticamente por la vida de los shtetl del Este europeo) puede verse una magnífica Naturaleza muerta con cigarrillos (1920), a la que sigue otro bodegón más cezanniano de Baránov-Rossiné. El tono hebraico se intensifica en los altorrelieves de Mark Antokolski, donde la usura y el arte gremial aparecen estereotipados. Y adquiere tintes angulosos bajo la mano del penetrante Nathán Altman en su delicioso Retrato de Esfir Schwartzman (1911). Del retrato anónimo de Róbert Falk pasamos a la primera obra chagalliana, Barrendero (1925), que ya anticipa su inconfundible poética.

Compuesta por parte de esa obra pérdida del período ruso de la primera década del siglo pasado, la cuenta atrás hacia la infancia y la influencia del ritual jasídico se detiene en uno de sus conocidos rabinos: Día de fiesta (Rabino con limón) (circa 1924) es uno de ellos. Una conexión del Chagall de la Novia con abanico (1911) se encuentra en Amantes azules (1914), cuya textura de spray, casi, da paso luego a una de las piezas más grotescas de la propuesta: hablamos de Judío en rojo (1915), en la que el maestro deja entrever el gusto por lo geométrico, combinado con tipografías hebreas. Aunque es Paseo, concebido el año de la Revolución de Octubre, el cuadro-estrella de la muestra; un desglose de las formas paisajísticas y un uso tan surreal como extraordinario del color al servicio de la representación de un pícnic con la escritora Bella Rosenfeld, la que fuera su amada esposa.

Buscándose a sí mismo le hallamos en Mariásenka. Retrato de la hermana del artista (1914), en el año de la Gran Guerra que le condujo de nuevo a su ciudad natal. Una de las sorpresas de la temporal es, precisamente, la recreación de parte del que fue su hogar: una habitación con vistas que de alguna forma se reproduce en otras piezas de un Chagall cuya faceta más divertida -y tierna- reaparece en costumbrismos sui géneris como Matadero (1911) o en Tienda en Vitebsk (1914), otro de los óleos sobre cartón colgados en una muestra que rescata la mirada de otra contemporánea, Vera Pestel, con dos obras de su etapa post-futurista, donde retoma la pintura realista, por así decir: Interior. Familia a la mesa (1918-1920) y el retrato de pose estática de Tía Pasha (1919-1920).

La itinerancia vital de nuestro hombre, que dejó Rusia en 1922 y pasó los años de la catástrofe europea en Estados Unidos (de 1941 a 1948), se detuvo definitivamente en el sur francés, donde se despidió de una existencia que su pintura celebró como nadie… En respuesta a aquel ruego infantil: "Señor, […], haz que revele mi alma, mi pobre alma de niño tartamudo. Muéstrame mi camino. No quiero parecerme a los otros, quiero ver el mundo a mi manera". Vaya si lo logró.

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