Crítica de Danza

Habrá un país

Representación de 'Una gran emoción política', de La Phármaco, ayer, en el Cervantes.

Representación de 'Una gran emoción política', de La Phármaco, ayer, en el Cervantes. / javier albiñana

De nuevo asiste uno a un espectáculo de La Phármaco con dolores de parto, como si algo estuviese luchando todo el rato en el escenario por nacer, por dar(se) a luz, por completar una odisea de dolor hacia un final en que la realidad, aquí la Historia, sea palpable. Una gran emoción política guarda en este sentido un poderoso vínculo con el anterior espectáculo de la compañía, Miserere, y al mismo tiempo abre puertas bien significativas en cuanto no transitadas. El montaje toma como punto de partida la biografía de María Teresa León (encarnada por Luz Arcas en un portentoso, abrumador y tremendo solo inicial: cuando parecía que la capacidad interpretativa de esta mujer no podía ser más afinada y sensible, sorprende aún más el modo en que convierte en naturales registros que hasta hace poco nos habrían resultado imposibles) para abordar una aproximación a España como identidad histórica y cultural, en una mirada marcada a fuego por los acontecimientos de los que la escritora fue testigo y que olvidó de forma trágica al final de sus días a cuenta de la enfermedad. Precisamente, lo que lucha aquí por deshacerse del útero y manifestarse a plena luz es la memoria como construcción de esa misma identidad; y también, en consecuencia, como trasunto de la misma conciencia, el país que lucha (lucha) por reconocerse como tal a pesar de la asunción de esta tragedia. Con un fabuloso y amplio elenco de intérpretes jóvenes y a la vez de solvente madurez técnica, Luz Arcas y Abraham Gragera presentan una experiencia artística que no puede ser sólo danza, ni teatro, ni siquiera las dos cosas a la vez (inventemos al fin un nombre nuevo para esta forma nueva de poner el escenario boca abajo); que para hablar de España, para pensarla y encarnarla (qué manera esta de bailar no sólo con el cuerpo: también con la cabeza, la razón, la lectura, la verdad, el poso) acude al espejo deforme y grotesco de Valle-Inclán (menuda vuelta de tuerca, por cierto, al esperpento como contundente patada en el trasero a la postmodernidad buenista; ahí lo llevan; Valle-Inclán, de paso, también prefería la danza al teatro) y el aquelarre expresivo de Gutiérrez Solana. Y sí, España reluce y se ensombrece. Como muy pocas veces lo ha hecho, creo, en un escenario.

La música de Carlos González trenza un territorio sonoro en el que el folclore español juega a ser de nuevo rito, liturgia, chivo expiatorio para la absolución de nuestros pecados. Pero el precio de esta caridad lo fijó una Guerra Civil contra la que María Teresa León conjuró los mejores valores de su tiempo para acabar en el desastre que convirtió a España en un país de hijos desnacidos. Una gran emoción política es un espectáculo valiente como seguramente ninguna otra propuesta del teatro español contemporáneo, tanto en la e-moción (todo sucede aquí, cierto, cuando se mueve) como en lo político; duro a veces, peligroso, nada complaciente, resuelto en ciertos pasajes en tragos amargos, y aún así dotados de imágenes que conjuran una extraña y cautivadora belleza (como la del Stabat Mater). En el final, cuando ya no sirven las palabras y la contemplación es una cuestión orgánica, queda sin embargo la sospecha de que en este engendro que nos precede habrá un país al que podamos llamar nuestro. Mientras, nos queda este rito para salir al tiempo renovados. Purificados.

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