Más ridículos, más humanos

El profesor de la UMA Luis Puelles dirige en el Museo Picasso un seminario sobre la caricatura en el marco de la muestra 'El factor grotesco'

Luis Felipe de Orleans, representado como Gargantúa en una caricatura de Honoré Daumier (1808-1879).
Pablo Bujalance Málaga

14 de enero 2013 - 05:00

Atendamos a la caricatura. Ridiculicemos a alguien concreto, preferiblemente poderoso, respetado, influyente y hasta admirado. Semejante ejercicio puede parecer un capricho innecesario, pero la historia de su práctica en los últimos tres siglos es la historia de Europa. Para demostrarlo, Luis Puelles, profesor titular de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad de Málaga, dirige desde hoy y hasta el miércoles en el Museo Picasso un seminario sobre este fenómeno con motivo de la exposición temporal El factor grotesco, en cuya organización él mismo contribuyó como asesor académico. Y tal y como el mismo Puelles advierte, el proyecto responde "a una necesidad de redención: el término caricatura ha sido excesivamente simplificado en los últimos años". Corresponde, por tanto, aclarar de qué hablamos cuando hablamos de caricatura.

Puelles consagra los contenidos del seminario a tres artistas representados en El factor grotesco: William Hogarth (1697-1764), Honoré Daumier (1808-1879) y George Grosz (1893-1959). Esta selección responde a criterios ilustrativos a partir de claves geográficas y cronológicas: "Se trata de abordar desde una óptica distinta la historia del arte moderno en Europa. La caricatura es un medio excelente para acceder al núcleo de este asunto, pero, lamentablemente, a menudo ha sido soslayada por el gran arte", explica Puelles, que ahonda en las aportaciones de cada uno de los tres artistas: "Hogarth constituye un alarde de contemporaneidad en el Londres del siglo XVIII, la capital de mayor influencia en Europa en la época. Es el mismo Londres en el que escribieron Daniel Defoe, Jonathan Swift y Henry Fielding, que destacaron como autores satíricos. Daumier atraviesa todos los desencantos del siglo XIX, pero también encarna como pocos la risa política, un interés por la ridiculización y objetivación del sujeto que conecta con los más recientes movimientos y redes sociales, donde la sátira descarnada es frecuente. Grosz, por su parte, es la síntesis del siglo XX: en Berlín ejerció de dadaísta contrario al expresionismo subjetivista, pero abandonó la ciudad pocos días antes de la llegada al poder de Hitler y se marchó a Nueva York. Allí abandonó por completo la caricatura que tanto había frecuentado. Olvidó su gusto por la sátira y se dedicó a vivir como un neoyorquino más".

Esta historia de Europa nace así de la observación de las sociedades, especialmente de la burguesía, acotada en los términos del realismo artístico. Y a la vez es, "como apuntan Kant y Foucault", una historia "de la relación entre gobernantes y gobernados". La práctica de la caricatura, en todo caso, requiere "una distancia irónica que delata, que desnuda y reduce. Es muy difícil ridiculizar de esta manera a alguien con quien mantenemos algún vínculo afectivo". Y a partir de esta distancia considera Puelles la gran pregunta: "¿Qué mecanismos nos hacen ridículos? ¿Qué pragmáticas se ponen en pie en la caricatura? ¿Cómo rebajamos y degradamos a quien gobierna? Dice Valéry de Daumier: 'Reduce el individuo a su fantoche'. Pero, ¿cómo lo hace?"

Sitúa Puelles el origen de la caricatura en la comedia antigua de Aristófanes y las sátiras de Juvenal y Horacio, si bien no se puede hablar propiamente de caricatura hasta Hogarth, por más que en el siglo XVI ya se contasen antecedentes honrosos. Muy desde el principio se produce una escisión "entre la caricatura de los gobernantes y la de las costumbres y caracteres, que es más sutil y se dirige sobre todo a la burguesía". El gran representante del primer tipo es Daumier, que dirigió sus dardos contra Luis Felipe de Orleans al dibujarlo con cabeza de pera (lo que se tradujo en la prohibición en toda Francia de la reproducción gráfica de la forma de la pera, aunque no representase necesariamente al monarca) y al recrearlo como el Gargantúa de Rabelais (lo que le costó seis meses de prisión). Grosz, sin embargo, se corresponde más con el segundo tipo: sus caricaturas ridiculizan a los burgueses de su tiempo, perfilados como bultos de notorio poder adquisitivo, malos modales y vicios evidentes. Grosz ejemplifica también la noción urbana de la caricatura, "no sólo porque responde a la idea republicana de civitas, también porque los ambientes urbanos favorecen el anonimato y por tanto a la objetivación reductora que pretende".

Preguntado por la posible correlación entre una crisis en el presente de la caricatura, que parece haber perdido vigor y saña desde mediados del siglo XX, y una mayor estabilidad democrática en Europa, Puelles admite que los momentos históricos más interesantes de la caricatura coinciden con grandes opresiones políticas, pero subraya que el alcance de la misma "es directamente proporcional al respeto que se profesa al gobernante que se ridiculiza. En una figura ya devaluada, el efecto de la ridiculización es menor; pero en un personaje de altura, respetado y hasta admirado, el resultado de la caricatura puede ser sorprendente. Actualmente, los políticos no parecen merecer mucho respeto. No inspiran dignidad". Eso, una vez más, lo explica todo.

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