Cinco siglos, un territorio
La colección de la sede del Museo Estatal Ruso en Málaga permite abordar, en un centenar de obras, una aproximación histórica al país
Si cualquier museo constituye una mirada al mundo y a la vez una interpretación del mismo, la sede del Museo Estatal de Arte Ruso de San Petersburgo que abrirá sus puertas en Tabacalera en marzo dirigirá esta mirada a un territorio tan fundamental en la Historia de la humanidad como desconocido, todavía, para Occidente. La consignación del Telón de Acero en el siglo XX no hizo más que nombrar una realidad que se manifestaba palpable desde la misma fundación de Rusia: para Europa, tan enigmática extensión no ha dejado de ser una presencia que se encontraba al otro lado, amenazante en determinadas épocas, cómplice en otras, ya desde que los sajones se inventaran el Sacro Imperio Germánico y los comerciantes escandinavos fundaran la Rus de Kiev, mientras Bizancio gozaba de un esplendor en todo el Mediterráneo que comenzaba a delatar sus primeros signos de agotamiento. Precisamente, si a algo puede contribuir la presencia del Museo Ruso en Málaga es a promulgar la idea de que este distanciamiento ha obedecido a lo largo de la Historia más al artificio, interesado por ambas partes, que a la evidencia: y es que Rusia y Europa comparten orígenes e identidades bastante más allá de lo que todavía ambos extremos del eje están dispuestos a aceptar. Este discurso se concreta en la colección permanente del museo, que en su primer año llevará por título, con una evidente intención, Arte Ruso. Siglos XV-XX. Aunque con sólo un centenar de obras, el recorrido seleccionado resulta suficiente para que el visitante desarrolle una cierta idea de Rusia menos vinculada a lo ajeno, pero aquí la institución debe asumir un serio reto pedagógico. Si se quiere que realmente el museo se traduzca en conocimiento, y no en una mera oportunidad para ver cuadros bonitos o en un gancho para que la población rusa de la Costa del Sol acuda a la capital con más frecuencia, el trabajo que queda por hacer debe ser riguroso y dotado de ambición. Si no, la verdadera oportunidad que entraña el proyecto se habrá perdido sin remedio. La premisa, en este sentido, es clara: conocer Rusia significa conocer la casa de uno desde una óptica distinta.
El recorrido comienza así por tanto en el siglo XV, a través de una breve pero suculenta selección de iconos religiosos que incluye los hermosos San Lázaro, amigo del Señor de Novgorod y Descenso de Jesús al limbo de Vologda. La realización de esos iconos coincide con el reinado de Iván III El Grande y la prefiguración del nuevo Estado ruso, así como con la expansión proverbial de Moscú en cuanto a riqueza y población (tan asombroso fue este crecimiento urbano que el mismo nuevo Estado llegó a asimilarse con la misma Moscú). Por primera vez surgió en la ciudad su identificación como la Tercera Roma, lo que obedecía a una causa histórica evidente: tras la caída de Constantinopla, Moscú se llenó de refugiados bizantinos y Rusia se consideró de inmediato depositaria de su legado. Además, la esposa de Iván III, Sofía Paleóloga, era sobrina del último emperador de Bizancio, Constantino XI, y el rey ruso no tardó en hacer valer sus derechos sobre ciertos principados del antiguo imperio que aún estaban fuera del poder otomano. Mientras tanto, otros muchos exiliados bizantinos buscaron su suerte en el Mediterráneo, lo que favoreció la entrada en juego del Renacimiento: la Roma original despertaba de su letargo, la sabiduría clásica contaminaba los ambientes, se promulgaban nuevas traducciones latinas de Platón y Aristóteles y aquella estética conservada intacta en la remota Constantinopla se convertía en modelo también para Occidente. Si Rusia debió su primera conciencia de sí a la disolución de Bizancio, la misma tuvo en Europa consecuencias similares. La proyección del arte religioso en Rusia bajo el gobierno de Iván IV El Terrible (el primer rey que se otorgó a sí mismo el título de zar) queda contrastada en el museo por otros iconos del siglo XVI, como el de la Virgen María de Golubitskaya, uno de los más representativos de la colección.
Si el siglo XVII tendrá escasa representación en la pinacoteca, los retratos de artistas del siglo XVIII como Gregory Kouchin, Vassily Rodchev, Dimitry Levitsky y Vladimir Borovikovsky dan buena cuenta del auge que experimentó la nobleza rusa durante el reinado de Catalina La Grande. Y aunque ni las revueltas populares contra aquella nobleza que no dudó en hacer ostentación de sus privilegios ni la continua tensión con Alemania por la extensión del Imperio cuentan con testimonios en la colección, el cuadro Bendición de un soldado de 1812 de Ivan Loutchaninov sí da buena cuenta del sentimiento patriótico inspirado tras la derrota de Napoleón a manos del ejército de Alejandro I. La Revuelta Decembrista dejó tras de sí un nuevo regusto por el retrato en artistas como Brulov, Kiprensy y Maikov, pero también adquieren una lectura significativamente política lienzos como Muerte de Doña Inés de Castro de Brulov (1834) y Columna de Alexander durante una tormenta de Raev (1834). El siglo XIX queda ampliamente representado en la colección, desde la recuperación del registro religioso en Ivanov hasta un cuadro tan definitivo como Parada en el camino de los detenidos, que realizó Valery Jakobi en 1860, sólo un año antes de que Alejandro II decretara la abolición de la servidumbre. A finales del siglo, artistas como Perov contribuyeron al gusto por los paisajes rurales, a imagen del postromanticismo europeo, así como por la indagación en las tradiciones (El rito del beso, que Mavosky pintó en 1895). Más conocido es el devenir en el siglo XX, con un primer tramo consagrado a las vanguardias mediante artistas de la talla de Rosanova, Tatlin, Kandinsky, Rodchenko, Chagall, Filonov y Malevich; y el posterior realismo soviético acuñado por Shulman, Osolodkov y Deineka (con su épico Tractorista de 1956). Desde aquí, los caminos de la Historia se dispersan. Toca conocer y admirar.
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