El sultán en horas libres
Plaza de Toros de la Malagueta. Fecha: 27 de julio. Músicos: Mark Knopfler (guitarra y voz), Richard Bennet (guitarra), Guy Fletcher (teclados, hammond y guitarra), Jim Cox (piano, teclados y acordeón), Michael McGoldrick (gaita, whistle y guitarra), John McCusker (violín y mandolina), Glenn Worf (bajo y contrabajo), Ian Thomas (batería). Aforo: Unas 8.000 personas (lleno).
El caso de Mark Knopfler es realmente singular en la historia del rock. El músico escocés fundó Dire Straits a finales de los 70, cuando ya rondaba la treintena y había ejercido de periodista y de profesor de literatura, en un Londres que sucumbía al impacto del punk y que miraba a Manchester como nueva madre del cordero. En un ambiente marcado a fuego por una juventud dispuesta a matar a todo lo que oliera a dinosaurio, Knopfler se dio prisa en convertirse en objeto de sus iras: el sonido sucio y directo del álbum de debut del grupo, Dire Straits (1978), fue un asunto accidental en cuanto que el productor, Muff Winwood, no se complicó precisamente la vida. La propuesta quedó pulida en 1979 con Communiqué (el disco más redondo de Dire Straits y, en consecuencia, carente de los hits inmediatos que terminarían quemando al grupo después de convertir a sus miembros en millonarios) y mucho más en 1980 con Making movies. De modo que sí, a Knopfler apenas le costó tres lanzamientos ser reconocido por sus maestros como uno de los suyos (Bob Dylan contrató sus servicios ya en el mismo 1978, y Eric Clapton tampoco tardó en lucirlo a su izquierda como emblema sobre los escenarios). Tras el éxito descomunal de Brothers in arms en 1986, a Knopfler le apetecía un cambio de rumbo por el que pujó primero en el fallido On every street de 1991 y, más tarde, en una carrera en solitario para la que, cosas de la vida, decidió jugar en contra de la etiqueta de leyenda de la guitarra y atentar, por tanto, contra el dinosaurio que él mismo había fabricado. Resulta paradójico pensar que algunos temas de discos como Sailing to Philadelphia habrían sido absueltos por la feroz juventud británica de 1978, pero no descabellado.
El Knopfler que visitó Málaga el pasado sábado es un señor de 64 años en el que las trayectorias pasadas no se traducen en viejos logros a evitar ni en méritos actuales que promocionar. Continúa explotando su fórmula rock / country / blues con el favor del público y no se le perciben especiales ganas de inventarse otra cosa. Ha ocupado su sitio, y se encuentra cómodo. Su actitud durante todo el concierto (en el que se mostró cómplice y divertido, por más que sepamos que Knopfler no es unas castañuelas, y demostró lo bien que sabe acompañar con su Fender los oéoéoéoé del público) fue la del músico que viene a enseñar lo que sabe hacer, lo que no deja de tener cierto regusto a impostura dado el modo en que el respetable se entrega a sus hechizos mucho antes de que se apaguen las luces. El concierto transitó por senderos irregulares, con momentos muy buenos y otros no tanto, pero ante todo quedó patente la sospecha de que la propuesta, por más que la calidad del sonido fuera la esperada, se debe disfrutar mucho más en otros recintos, tal vez más reducidos pero mejor acondicionados para el disfrute de un formato más acústico y limpio y menos roquero. Y es una pena, porque buena parte de la gira de Privateering ha transcurrido en escenarios cubiertos, aunque nada mejor que una Plaza de Toros para dar pábilo a las ansias direstraitsianas de los incondicionales.
Un amigo me dijo hace poco que Mark Knopfler hace música para hemofílicos. Y, hombre, yo no sería tan radical. Del disco nuevo sonaron especialmente bien las hermosas Privateering, perfecta en su ambición country de épica en tonalidad menor, y Hill farmer's blues, una de las canciones más notables en cuanto en cuanto enriquecimiento armónico de cuantas ha compuesto Knopfler. Bastante más prescindibles fueron sin embargo Corned Beef city, que pareció un largo compás de espera a otra cosa con síncopa de fondo, y I used to could. Por lo demás, la prolongación de Marbletown mediante la jiga tabernera con Michael McGoldrick al whistle y John McCusker al fiddle fue innecesariamente cansina, así como el asomo celta de Father and son tan bonito como anodino. La balada I dug up a diamond, que grabara con Emmylou Harris, tendió al sopor. Mayor fortuna tuvieron Speedway at Nazareth, con la que al fin subió unos grados la temperatura, y Postcards from Paraguay, con su esencia folk disfrazada con poncho andino. Todo, eso sí, estuvo endiabladamente bien tocado. Pero a Knopfler no le habría costado mucho más dar al público el concierto inolvidable que había ido a buscar. Y no sólo era una cuestión de repertorio. Habría bastado un poco más de emoción, un pelín de magia, de regalo imprevisible. Conciertos como los del sábado hemos visto más de uno. Tratándose de Knopfler, clama al cielo.
En cuanto a la cuota de Dire Straits, el viejo líder la solventó con una bella lectura de Romeo & Juliet y la contundente Telegraph Road, con la que Knopfler se reivindicó a sí mismo como compositor en 1982 merced a un largo desarrollo instrumental y que levantó el sábado con algunas partes de guitarra sacrificadas (el empeño de Richard Bennet en el dichoso vibrato también resultó fatigoso y aburrido). En ambas, al menos, Knopfler tocó la National Style que tanto nos gusta a muchos. En cuanto a bises, bastaron So far away y Going home para rematar los cien minutos de show. Un señor a mi espalda pilló un berrinche porque el figura no tocó Sultans of swing. Ay, pero es que Knopfker ya sólo es sultán en sus horas libres.
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