El valor de un susurro, el fallo de una guitarra

Rocío Armas

29 de mayo 2012 - 05:00

Teatro Cervantes. 27 de mayo de 2012. Voz y guitarra: Pedro Guerra. Piano: Luis Fernández. Aforo: tres cuartos de la entrada (más de 600 personas)

Érase una vez un hombre tímido, abrazado a una guitarra y empeñado en contar historias. Con una cuaderno lleno de letras, ese hombre quiso ser trovador. Un buen día le cantó al mundo sus Golosinas y ya nada fue igual. De aquello han pasado 17 años y Pedro Guerra continúa aferrado a su guitarra y abriéndose paso entre la multitud como contador de historias. El domingo en el Cervantes el cantautor volvió a demostrar el valor que encierra un susurro. Durante dos horas de concierto -grabado en directo como parte de un proyecto que en 2013 verá a luz para celebrar sus 20 años en Madrid, explicó- repasó algunos de sus temas más tarareados, que sirvieron de gancho para acercar El mono espabilado, su disco número 13, en la calle desde el pasado octubre. Un álbum que, según aseguraba su autor hace unos días a este periódico pretende impregnarse del espíritu de Golosinas, pero del que tan sólo logró en directo una sonora ovación con La Maestra, bello homenaje a aquellas mujeres republicanas dispuestas a enseñar que la vida era algo más que mendigar.

Y entre fábula y fábula, el trovador sacó brillo a la meticulosa artesanía narrativa de Tan cerca de mí y dejó que el respetable se emocionara -como no podía ser de otra manera- con la delicadeza de Pasa, y la rítmica contagiosa de otros cortes del mismo álbum como Debajo del puente y Moreno.

La velada se anunciaba melancólica desde que el canario entonara Dos mil recuerdos, el primer tema de la noche y la primera huella de un camino directo al aplauso continuado, eso sí, con algunos atajos que lo desviarían a senderos innecesarios. Precisamente fue El mono espabilado, el tema que da nombre a su último trabajo, el más inoportuno para quien esto suscribe. Máxime cuando en las últimas estrofas se cuela un extraño rap, que nada tiene que ver con aquel divertido A duras penas que cantara en los 90 junto a Taller Canario.

Son esas últimas incursiones en la experimentación menos poética -como El baúl de Billy Bones o Asteroide Tarkovski- las que desequilibraron por momentos un recital con otro desatino más en una guitarra que sonó sucia durante demasiado tiempo. Por fortuna, ahí estaba el magistral piano de Luis Fernández para devolver la fe en un compositor con demasiada valía como para arriesgar tanto.

Pero el domingo estaba también el Pedro Guerra que susurra y convierte una simple canción en una razón más para parar el mundo. Porque cuando comenzaron los primeros acordes de Deseos el tiempo se detuvo. Fue escuchar ese Te seguiré hasta el final te buscaré en todas partes bajo la luz de la sombra en los dibujos del aire para perdonar a su autor cualquier desliz anterior. Ya en los bises -hasta seis- siguió rozando el cielo con El marido de la peluquera, oconesa oda a la paternidad que encierra Cuando Pedro llegó; o el "estreno en Europa" -dijo en una de sus múltiples introducciones- de Morir contigo, dedicado al amor de su vida.

Érase una vez un hombre tímido que regresó a Málaga para seguir cantando historias.

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