Cine y Literatura | Ficción sobre la historia del séptimo arte

Los vampiros y las magdalenas

  • Augusto Cruz ha escrito una hermosa novela en torno a una de las películas perdidas más famosas de la historia del cine, 'Londres después de medianoche'

El año pasado publiqué El vampiro en el espejo (Editorial Universidad de Granada), un ensayo sobre la visión que de los Príncipes de las Tinieblas ha dado el cine a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo en sus ciento y pico años de existencia. En el empeño de ofrecer una visión de conjunto amplia, además del análisis de los principales títulos dedicados a estos hijos de la noche, incluí un puñado no despreciable de rarezas. Algunas películas me costó dios y ayuda encontrarlas, y debí recurrir a métodos poco ortodoxos para obtener una copia. Otras me fue directamente imposible. De ellas sólo quedan referencias en libros y revistas especializadas o en los pliegues de la memoria cinéfila, tan proclive a embellecer los hechos con los afeites de la leyenda. En el número de los tesoros perdidos, quién sabe si de manera definitiva, destaca London After Midnight (1927) -titulada entre nosotros La casa del horror-, primera producción norteamericana sobre el tema, que debí resignarme a citar a pie de página.

Esta película ha sufrido la suerte de la mayor parte del cine mudo. Según los cálculos más optimistas, el 25 % del cine realizado entre los albores del Séptimo Arte y la llegada del sonoro ha desaparecido irremediablemente. ¿No es acaso una perdida tan grande como la de la Biblioteca de Alejandría?, pregunta Augusto Cruz desde las páginas de Londres después de medianoche (Seix Barral). La respuesta obvia es sí. La desaparición de tamaño patrimonio responde a varias causas, unas achacables a la fatalidad o la falta de prevención, otras a la desidia o indiferencia de los encargados de preservarlo. El celuloide era un soporte muy delicado: el nitrato usado en su composición prendía fuego con extrema facilidad -el calor de la lámpara del proyector bastaba para hacerlo arder- o se deterioraba de no darse las adecuadas condiciones de conservación. Para rematar la faena, con la irrupción del sonoro, los mismos estudios cinematográficos procedieron a la destrucción del material convencidos de que su carrera comercial estaba agotada.

Cada película o fragmento de película que se recupere de las simas del olvido tienen idéntico valor al de esas monedas herrumbrosas o vasijas milenarias con que los arqueólogos rescatan y reconstruyen el ayer. Cualquier título es valioso, repito, pero hay una lista de ellos cuya ausencia deja forzosamente incompleta la Historia del Cine. Londres después de medianoche -según el título manejado por Augusto Cruz- fue dirigido por Tod Browning y protagonizado por Lon Chaney, un asombroso tándem al cual debemos varias joyas inclasificables del cine silente, como El trío fantástico (1925) o Garras humanas (1927). La película, rodeada por un halo de misterio -se decía que en su filmación se emplearon vampiros auténticos-, nos llega envuelta en el manto de la leyenda gracias al mexicano Augusto Cruz, que ha pergeñado en torno a ella una trama tan atractiva como contundente. La novela, construida con un rigor y un savoir fare admirables, recompensará con creces cada minuto que el lector dedique a su lectura.

Mc Kenzie, el protagonista, es un agente del FBI ahora retirado -en su día estuvo en un tris de echarle el guante a Lee Harvey Oswald antes de cometer el magnicidio de Dallas-, que acabó siendo mano derecha del mismísimo J. Edgar Hoover. De ahí su tenacidad: "Los misterios sin resolver son como heridas que no cicatrizan, que manan eternamente hasta desangrarnos", le había dicho Hoover. Mc Kenzie acepta el inusual encargo de Forrest Ackerman -un tipo entrañable entre los amantes del género de terror-: hallar una copia de la película Londres después de medianoche, que él vio de niño. Según Ackerman, "las películas perdidas son como doncellas en peligro que piden ser rescatadas". En realidad, esta idea únicamente araña la superficie del relato: Los vampiros son para él como las magdalenas mojadas en té para Proust, un inesperado puente tendido hacia el pasado, el detonante que te permite revivir instantes idos y combatir la carcoma del olvido.

¿No le parece que cuando el último testigo de un gran momento de la historia muere, ese momento desaparece con él para siempre, y sólo nos sobreviven versiones distorsionadas de lo que en verdad ocurrió?, pregunta Ackerman a Mc Kenzie. La respuesta inmediata es sí. Hay un par de inconvenientes: la última copia existente del film desapareció en un incendio a finales de los años 60 del pasado siglo; un problema menor en comparación con lo que sigue: la película arrastra fama de maldita. El film trajo el infortunio a quienes intervinieron en el rodaje, y traerá la desgracia a quienes pretenda sacarlo de las catacumbas de la historia. Esto no echa atrás a Mc Kenzie. Por peores ha pasado. Además, lo importante es buscar, sin importar lo que al final de la búsqueda encontraremos.

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