Vamos a ponernos en situación. El 27 de octubre de 1982 era la víspera de unas elecciones en las que Felipe González estaba llamado a arrasar. Había pocas dudas y existía la certeza de la apertura de un nuevo tiempo tras quedar asentada la transición. Desde los medios de derecha se barruntaban peores pronósticos que los que tenemos a hoy. Y desde la mirada de un niño, o de un adolescente futbolero, la cosa ya no podía ir a peor. Estaba intacta la frustración del Mundial 82. El equipo español partía entre los favoritos pero el desastre del seleccionador, el triste José Emilio Santamaría, fue supino. Lo del Mundial fue la traslación de lo que era la desintegrada UCD a ojos de la sociedad española.

El relevo fue Miguel Muñoz, de quien se esperaba que atisbara la línea de prestigio que consiguió con el Real Madrid y lo primero que hizo fue un barrido integral. En su primer equipo titular apareció el gaditano Juan José, eterno suplente para Santamaría, recién fichado por el Madrid tras sus proezas por la banda en el descendido Cádiz. Aquel barbado jugador, de los más carismáticos de su momento, se repone de una delicada operación.

España se enfrentaba a Islandia, que no pasaba entonces de ser una correosa panda nórdica. El partido prefelipista llegaba tras el verano de la decepción de Naranjito. Aparecía la llamativa equipación del Mundial, con sus calzonas mini, pero vestida por otros jugadores. Por entonces promesas inciertas, como el maltés Señor, Roberto, el sevillista Francisco o el barcelonista Gerardo, que relevó a última hora a Antonio Álvarez, que nunca llegaría a debutar con la selección. Un atlético, Pedraza, que recalaría también en el Cádiz, marcó el solitario gol en La Rosaleda que sabía a gloria un cuatrimestre después del empate ante Honduras. En una retransmisión sin previo, ni post, ni chiringuitos, José Ángel de la Casa vibraba como nunca, como Alfonso Azuara, un año antes del 12-1. En unos días donde el lema era "Por el cambio" del PSOE, la selección se adelantó por unas horas a las urnas.