La UE entre el centeno

De la UE vino nuestra prosperidad, ¿también vendrá nuestra seguridad jurídica

Correría el año 1992, quizá invierno del 93, o sea, tres o cuatro años más tarde de la Caída del Muro de Berlín, acertada denominación de la efeméride por su simbolismo: aunque fue derribado y demolido, en realidad cayó por su propio peso, el de los acontecimientos. Como jóvenes profesores meritorios, visitábamos Checoslovaquia, que fue ex república soviética entre 1990 y 1992, año en que se segregó, dando lugar a Chequia y Eslovaquia. Llegábamos a Brno en un Lada que me recordaba a un Seat 124 que tuvo mi padre unos 25 años antes. Con el sufrido coche comunista, Milos nos recogería en el aeropuerto de Viena, mejor conectado y con más tráfico que el de Praga por entonces, aparte de más cercano a la capital de la Moravia meridional, que nos sonaba por un circuito de velocidad. De camino a Brno, tras unos controles aduaneros severos, nuestro conductor y colega metía punto muerto en las cuestas abajo de unas carreteras precarias que atravesaban amplias zonas verdes, pero poco cultivadas; granjas aisladas, algún semoviente, tráfico casi inexistente.

Creo que aquella vez íbamos a tener la primera toma de contacto con un proyecto llamado Tempus, diseñado por la Unión Europea, que justo había comenzado a llamarse así tras el Tratado de Maastricht (1992). Tempus-I era un programa cuyo objetivo era colaborar con la asimilación de la economía de mercado por parte de países no comunitarios en vías de desarrollo, como era el caso de los países satélites de la URSS (cuya extinción sucedió también en 1992, diciembre). Las instituciones que participaban en nuestro Tempus eran de toda Europa. Nos alojaba en Brno la Universidad Técnica; nosotros íbamos a hablar de estrategia, turismo o marketing. Términos capitalistas: allí la ingeniería era soberana, pero la industria se tambaleaba. Hasta las bellísimas Brno y Praga eran ciudades pobres, y como solíamos todos decir un poco a la ligera, “tristes”. Pero eran encantadoras en muchos sentidos: las construcciones, vetustas; la música clásica omnipresente, las tiendas donde se vendían a precios tirados preciosidades de anticuario –no eran antigüedades para los de allí–. La cerveza, sin par. Por lo demás, escasez, nulo consumo que no fuera de bienes esenciales, poco acceso a la proteína animal (un lujo), inevitables sopas y dumplings (knedel en checo; como los repápalos de posguerra aquí, sucedáneo harinoso de la albóndiga). Mucho uniforme por la calle, y en los crujientes tranvías. Sin farolas que ardieran; el café, duro. Fuimos felices allí, dicho sea como balance de aquellos viajes. Éramos jóvenes y verdaderamente entusiastas; los checos, más.

Ahora el distrito de Praga es uno de los más ricos de la UE, y la República Checa supera en PIB per cápita a España. La vecindad del coloso industrial alemán, para quien siempre Chequia ha sido una zona de expansión natural, además de su ubicación de puente con el resto la entonces llamada Europa del Este (hoy, el Este es otro más oriental) y, sobre todo la UE y sus políticas de desarrollo regional y convergencia económica son la clave. Todo ello tiene mucho que ver con el bolsillo alemán: “ayudas por mercados”, do ut des, quid pro quo). Estos recuerdos me asaltan cuando escucho en la radio que una UE ya madura, que ayudó mucho a una España que era checa o polaca quince años antes de todo aquello, puede tener la última palabra en los cambios institucionales que se producen en España para cuadrar una legislatura: la ley de amnistía hecha mercadería, las condonaciones de deuda regional sacadas de la chistera de los siete votos, la amenaza –casi certeza, visto el paño– de que el país más meridional de Europa, frente a Marruecos, se resquebraje y, fatalmente, salte en pedazos en una voladura no controlada. Menos mal que nos queda Portugal, guaseaba Siniestro Total. Europa puede hacer que nuestro desorden se repare. Como un guardián entre el centeno, que intercepta a los niños, frente al precipicio que no ven.

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