Visto y Oído
Cien años...
el poliedro
Tras la autocomplacencia y hasta ceguera de gobernantes y analistas sobre la que se nos venía encima en la crisis financiera de 2007 que se hizo descarnada en España en 2008, los juicios sobre la marcha de la economía han preferido cubrirse la espalda -y su último tramo- a la hora de prever qué iba a pasar en nuestro PIB, el futuro de nuestras empresas, nuestra deuda pública y nuestro empleo por causa de la inmediata crisis pandémica. Los buenos augurios dieron lugar al pesimismo casandriano: no se recuerdan tanto los vaticinios oscuros como los de color de rosa. En muchas empresas, por poner un ejemplo microecónomico, la alta dirección suele ser promisoria ante los accionistas al comenzar cada ejercicio, para enviar oscuros mensajes a los mismos a mediados del año, y así tener cancha y coartada si las cosas no acaban yendo bien, y con ello, quizá, poder dar buenas noticias a sus propietarios a la altura de diciembre, si sucede -en el mejor de los casos- que se empatan las cuentas o incluso se obtienen beneficios, y con ellos pagar una parte al principal socio -Hacienda-, otra parte a los dueños en forma de dividendos y, ya si eso, dotando reservas, o sea, tonificando el músculo financiero de la compañía.
Tras el ataque vírico -dos añazos históricos- la inflación retorna, después de lustros en la que estuvo silente, ausente, como cosa de otros tiempos que nunca fueran a volver. Los precios de la energía se dispararon por la criminal guerra que Rusia inflige a Ucrania -con Estados Unidos y China haciendo caja de este mal, para ellos lejano-. El transporte, y en general todo, subió efervescente, en parte por el natural incremento de los costes de producción, pero también en una parte bandolera por la especulación y la codicia que mete el lápiz en su factura de manera "más que proporcional" al daño sobrevenido por la escasez y el conflicto. El conflicto es contrario a la economía sana, y a la vez propicia la ganancia de pescadores oligopolísticos o de estraperlistas de a pie.
Ahora todos los análisis, o casi, son alarmistas. Dios quiera que errados; nadie tiene la bola de cristal. En el otoño, tras lucir nuestros cuerpos al sol, se nos vaticinan tiempos de "polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga", verso de Machado; al modo del ubicuo citador Winston Churchill ("sangre, sudor y lágrimas"), que advertía a su pueblo en 1940 -Hitler era el invasor entonces- un periodo de penuria que exigía resiliencia, término hoy perejil de todos los guisos conceptuales, aunque entonces no existía. ¿Cuánto hay de objetivo y verdaderamente preocupante en el escenario por venir, y en concreto el de España, país inestable a nivel gubernativo central? Y, ¿cuánto de acoso y derribo por parte de los medios desafectos a, un Gobierno regido por un superviviente todovalista como Sánchez y de un reparto electoral en el que las regiones más ricas y contrarios al proyecto nacional siguen sacando partido, como siempre pero con otros actores y otras estéticas? ¿De verdad nos vamos al carajo?, ¿serán nuestras autoridades -nosotros, bien mirado- incapaces de hacer frente a la deuda y a los presupuestos públicos y las coberturas sociales? ¿En serio nuestras familias se empobrecerán un poco más, y nuestros jóvenes tendrán aún menos futuro? ¿De veras viviremos de aquí a pocos meses una debacle adornada de convulsiones sociales, una distopía renovada? Uno, ya con cierta perspectiva, desconfía del optimista y del pesimista, y duda de que la economía y la política actuales se desasocien de las personas. ¿Recuerdan cuando España iba a caer en bancarrota, y fue que no? Ante la turbación, no hacer demasiada mudanza, ni perder el temple. Y vivir; sin hacer oídos sordos ni ojos cegatos, pero sin caer en el derrotismo y la desesperanza que algunos nos venden.
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