La ciudad y los días
Carlos Colón
Nacimientos y ayatolás laicistas
Siempre he detestado la liturgia social de la muerte. Los "no somos nadie". Las coronas con mensajes que debían decirse en vida. Los tanatorios y su allanamiento de morada del duelo. Los "siempre se van los mejores". Los cementerios como almacenes (tan costosos, por cierto) de cuerpos ya inánimes. Convertir el negro en el más proscrito de los colores, cuando ni siquiera las lágrimas tienen tonalidad. Los papi o la abuela ya están en el cielo como paliativo del pesar infantil. Con el fallecimiento en sí ya tenemos suficiente tortura; no entiendo tanta fustigación accesoria.
Sigo manteniendo que la mejor manera de no morir es viviendo, y que cualquier ceremonial a título póstumo esconde remordimientos o lavados de conciencia. El mejor homenaje que se puede hacer a quienes nos dejan es disfrutar de los placeres que ellos ya no tendrán. Y que no haya que retransmitir el duelo o someterlo a comunidad; cada cual que decida si lo llora aprovechando el agua de la ducha, lo transforma en un fantasma de su casa o lo narcotiza con la idea de un más allá o la reencarnación.
Yo, y sirva como testamento, no quiero para mi fallecimiento llantos públicos. Que donen cuanto antes mis órganos y sirvan para ayudar a crear vida. Nada de gastos funerarios, si alguien tiene dinero para eso le invito a que se dé un buen viaje por Cinque Terre o las repúblicas bálticas y se acuerde de mí por allí. Que no haya más ritos que quedarse solo con las fotos en las que salgo riéndome (serán casi todas) ni más cultos que sonreír de medio lado cuando ante un buen vino o una carne jugosa recuerden cuánto me gustaban. Y si me tienen que hacer una autopsia, que no me abran el cuerpo, sino el alma. Ahí encontrarán más motivos para pensarme con felicidad que de otro modo.
Ojalá existieran los almistas, una suerte de médicos especializados en analizar los corazones para certificar cuánta vida tenían. Y que se puedan cristalizar, como en el pensadero de Dumbledore, para que todo el mundo que se pusiera triste recordando a alguien entrara y entendiera cómo quería el fallecido que lo recordaran. Se acabarían el luto, los ataúdes y los sudarios. Y seríamos por siempre aquella brisa fresca en los mofletes. Cientos de besos prohibidos en la playa. El olor en casa de la abuela. Esos abrazos que llegaron sin pedirlos. Un cosquilleo interminable en el parque de atracciones. Las primeras palabras de tu hijo. Las confidencias redentoras frente al mar. Conversaciones nocturnas interminables. Esa canción que te curaba el alma. Las horas infinitas con tu primera mascota… Y así apreciaríamos todas las vidas que heredamos de quienes se van y a cuantísimas personas hicimos inmortales por convertirlas en lindos recuerdos.
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