Hay un algo entrañable en quienes se empeñan en describir desde ciertos púlpitos notables a quienes critican (criticamos) el despropósito en que se ha convertido la Feria del centro como anacoretas malhumorados, sancionadores de cualquier forma de diversión, yihadistas de la moral y las buenas costumbres y, afinando un pelín, promulgadores de la estética clasicista a mayor gloria de los estirados señoritos. Pero ya se sabe que aquí o eres de Barça o eres del Madrid. Es evidente que desde las áreas más exclusivas de El Pimpi y el Hotel Larios la Feria del centro se ve que da gusto, pero no es éste precisamente el objeto de la cuestión. No sé por qué extraño silogismo a quienes nos gusta ir de fiesta con los amigos, ver en acción a las pandas de verdiales, tomar una cerveza en la calle y hasta menear el bullarengue cuando la cosa se pone graciosa, por muy apretados que estemos, nos tiene que gustar también, sine qua non, ver la Plaza de Uncibay convertida en un vertedero, la posibilidad de rajarte un pie en el reguero de botellas conscientemente hechas añicos en Casapalma, que un idiota te golpee con una muñeca hinchable antes de caer ciego como una peonza y que haya que llamar al 061, que el personal se líe a vomitar donde buenamente le entran ganas, que los machotes de turno se pongan a mear en los portales de las casas de Madre de Dios y que el hedor a orina sea insoportable desde Cárcer hasta Ramos Marín, cada noche hasta la mañana siguiente. Es decir, cuesta entender las razones por las que hay que dar por bueno este desastre o quedarse en casa rezando el rosario. Como si toda forma de ocio condujera necesariamente a la animalización. Pero más difícil es imaginar en qué mundo viven ciertos defensores de lo indefendible, o qué Feria es la que pisan. Un servidor sólo puede decir que esta Feria del centro, especialmente la que se reproduce en las zonas citadas, es una mierda. Y que a quien le guste tanto puede llevársela a casa si quiere. Se suponía que Málaga había cerrado las puertas a su propia degradación eliminando el botellón de sus calles, pero no, en realidad sólo se trataba de concentrar la degradación en ocho días. Todo sea por que el alcalde pueda seguir diciendo que han venido a la Feria los diez mil millones de visitantes de cada año. Mientras, los vecinos huyen.

Igual hay que aclarar que no se trata de mandar al otro barrio a la Feria del centro, sino, insisto, a esta Feria del centro. El problema es que la estrategia por la que se pretende hacer pasar el centro de Málaga como una zona exenta de cualidades vecinales, y por lo tanto urbanas, con el fin de promulgar su imagen de reserva disponible para museos, franquicias, terrazas ruidosas y demás ganchos para el turismo, incluidos los experimentos con gaseosa como casi todo lo sugerido para el Astoria, sigue su curso. Así se explica que si por lo general las ciudades derivan sus botellódromos a las afueras y a extensiones poco transitadas, aquí lo tengamos cada Feria en el mismo corazón de Málaga. Pero si alguien pretende justificar su existencia a tenor del balance triunfalista del alcalde, conviene aclarar que la miseria que la jauría se deja en los supermercados para comprar su matarratas no da ni de lejos para limpiarlo todo. No, la cuestión es otra: terminar de hacer del centro un lugar inhabitable. Una bomba urbanística y demográfica que explotará como ya sabemos.

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