Era, por una vez, relativamente fácil rebatir al alcalde de Málaga. Afirmaba Francisco de la Torre que no veía "ninguna incoherencia" en que los aeropuertos estén abiertos y receptivos a la llegada de turistas mientras continúa el cierre perimetral de las provincias andaluzas a cuenta de la pandemia. Es más, el alcalde veía con buenos ojos que los ciudadanos asuman restricciones ya ciertamente difíciles dado el tiempo transcurrido (son muchas las familias que llevan demasiado tiempo sin poder reunirse) con tal de "crear espacios de seguridad para los visitantes que vienen a reactivar nuestra economía". Mientras el presidente de la Diputación y compañero de partido, Francisco Salado, hablaba de "despropósito", De la Torre insistía en su particular lectura de la cuestión. Cabe recordar que durante mucho tiempo llamó nuestro alcalde a respetar las normas sanitarias únicamente en virtud del atractivo que pudiera ejercer Málaga en la competencia turística, y sólo a partir de cierto momento pareció caer en la cuenta de que también se trataba de salvar las vidas de los vecinos para los que gobierna. Todo esto ya lo sabíamos, así que sus últimas consideraciones tampoco nos pillan de sorpresa. Pero si se trataba de rebatirlas, insisto, resultaba razonable acusar al alcalde de considerar a los ciudadanos como mera mercancía sacrificable siempre que el mercado turístico así lo requiera, de gobernar una ciudad como Málaga exclusivamente a tenor de los costes y beneficios, igual que se gestiona una empresa; de condenar a la economía malagueña a una dependencia absoluta respecto al turismo y, de nuevo en la línea de lo acostumbrado, alentar la gentrificación, una política urbanística deshumanizada, la expulsión de los vecinos y la consignación de los espacios públicos como recursos exprimibles por la hostelería. Todo eso. Había, es decir, material de sobra para ejercer la dialéctica política con dureza, si se trataba de eso, con rigor y con contundencia, sin perdón. Y lo que se le ocurre decir a la líder de Anticapitalistas Andalucía, Teresa Rodríguez, es que "el alcalde tiene ya una edad y dice las cosas como las piensa". Que sí, que luego denunció el empeño de De la Torre en hacer de "nuestra tierra" (ay) una "colonia" y de querer vendérselo todo "a los casinos". Pero si había una forma de desacreditarse, de restarse autoridad, allá que fue Rodríguez a echársela sobre los hombros. Dejadla sola.

Porque se podrá estar más o menos de acuerdo con De la Torre, pero quien conoce la política municipal sabe que el argumento de la edad no es ni de lejos el más eficaz para buscarle las cosquillas ni, directamente, la mala uva al alcalde de Málaga. No, me temo que no va por ahí la cosa. La edad no le impide mantener una actividad infatigable que ya le ha jugado algunos malos ratos a su salud, y ahí sigue, metido en todos los berenjenales, no tiene remedio. Recuerdo un pleno de antaño en el que María Gámez criticó al alcalde porque, a su juicio, no conocía bien la ciudad y a De la Torre le bastó mostrar la agenda de la semana anterior para tirar la acusación por tierra. No hay que olvidar, por otra parte, que a lo que muchos votantes les gusta es que, precisamente, el alcalde diga lo que le dé la gana, como pasaba, aunque con otro estilo, con Celia Villalobos. Así que si la izquierda quiere ponerlo en su sitio, lo mejor que puede hacer es ceñirse a la política, no al chafardeo. Corresponde preguntarse además si Rodríguez habría hecho el mismo comentario si habláramos de una alcaldesa. Es lo que hay.

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