A Guillermo lo conocí por casualidad, que es la única manera de conocer a las personas que de verdad interesan.
Fue en un curso de periodismo literario, al que me apunté para refugiarme del fragor del día a día y en el que terminé reflexionando sobre el que vivimos cada semana. Allí discutí con él la forma que debe tener una la columna de opinión, sobre la que algunos autores defienden que debe estar compuesta por un solo párrafo como pilar del saber que es. Yo, sin embargo, sigo viéndola dividida en los mismos tres tramos de su hermana jónica. De fuste estilizado, con un capitel almohadillado sobre el que descanse su título y sustentada en la sólida basa de su colofón final. Pero siempre coincidimos en que, solo cuando su final remite al principio, dotando de sentido esos dos mil cuatrocientos caracteres que ingenuamente aspiran a trascender en piedra, solo entonces, la columna sale redonda y es capaz de albergar la naumaquia vital que la inspira. Guillermo me dijo que mis columnas eran negras, frente a las de otros compañeros de blancos trabajos impolutos. Pero al mismo tiempo, me animó a enriquecerlas con un sinfín de matices grises, porque la vida sobre la que se labra cada artículo nunca es bicolor como se empeñan en hacernos creer. En esas ocho semanas, introdujo el gusanillo de la escritura y yo se lo reproché meses después, cuando le recriminé que el precio que debía pagar eran las horas que ya no dedicaba al dibujo.
Aunque el curso duró dos meses que más parecieron días, su prosa siguió acompañándome todas las semanas hasta el domingo pasado, cuando descubrí su artículo de despedida del periódico local con el que colaboró durante diecisiete años. Como solo podía ser, se despidió con un tono blanco, acaso matizado por leves pinceladas de grises azulados que solo resaltan la pulcritud del folio sobre el que escribe. En su adiós se declaraba cansado y fue entonces cuando recordé como confesó en el transcurso de una de esas clases su afición juvenil a cruzar los guantes en el cuadrilátero. Todos los boxeadores lo están al final del décimo asalto, pero a diferencia de quienes no son más que un saco, los grandes púgiles son capaces de encarar el undécimo, pelear hasta la campana y subir al ring semanas después. Con ellos el público desea que la pelea hubiera durado un poco más y espera impaciente el día en el que el campeón vuelve a subir a la lona alargada de otro diario.
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