Camino hacia la vida

Cuando a Atilano lo obligaron a dejar la portería se metió en la cama y no salió en varios años

Camina a paso ligero, en línea recta, como si la acera estuviera limitada por dos guardarraíles que evitaran cualquier desvío. Son las nueve menos cinco de la mañana y al hombre se le ve con prisa aunque en su rostro se desvela que aún no ha conseguido desvelarse de las entre sábanas de su cama. Los pocos hilos de pelo que se ha mojado por la mañana en el lavabo no llegan a cubrir toda su cabeza. Va tan concentrado que casi no saluda a los pocos que con él se cruzan cada día a la misma hora en el mismo recorrido. La determinación del caminar de Atilano es lo que le lleva hacia la vida. Fue portero de una comunidad de vecinos desde 1954 a donde llegó de esas barras de bar donde terminan los flamencos tras sus noches de juerga para animar a los demás. Atilano los recogía a todos ellos al amanecer y hasta que no se recomponían de los alcoholes no les dejaba regresar a sus casas para que no les riñeran sus esposas. Así se hizo íntimo amigo de casi todos ellos. Vas con Atilano a un flamenco y todos los gitanos se ponen en pie por el respeto que le profesan. Sabe más de flamenco que muchos de los propios flamencos. Su discografía es selecta, de vinilo y muy valiosa. Cuando le obligaron a dejar la portería, porque él no quería jubilarse, ya que tendría que dejar de atender a sus vecinos que fueron su familia, se metió en la cama y no salió en varios años. Todos, cada día preguntaban a su esposa e hijas por él. Siempre respondían que tenía depresión. Por muchos intentos que hizo alguna vecina que se había convertido en su amiga, Atilano tampoco respondía. Todo eran excusas. Se sentía débil. Otro día que se preguntaba por él decían que la medicación lo dejaba dormido. Luego que la médico le había prohibido tomarse lo que más le gustaba, esa cervecita en vaso frío. Se encerró en su cuarto y reproducía con sus mantas la bóveda de las cuevas de Granada donde había vivido unos pocos años con su madre que falleció cuando era un niño. No hay día que no la añore, que no la siga buscando incluso en esa falsa bóveda de cobijas. Llegó un día, algo funcionó bien, supuso que la suma de muchos intentos y motivaciones de su mujer para arrancarlo de la cama. Entre la médico, la medicación adecuada, o la reducción de la misma, la vecina amiga y heredera de su tesoro flamenco, Atilano salió de su cama. Ahora sale cada día, a las nueve menos cinco de la mañana, con los hilos del pelo mojado para ir al centro de día donde ha encontrado junto a decenas de gentes de su edad, la vida.

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