Bloguero de arrabal
Ultraoceánicos
Algunos adjudican el sentido del nombre popular de mi barrio a la costumbre de chupar las cabezas de las gambas. La realidad es todavía más prosaica: lo que se chupaba eran las almejas, comida de pobres. Así que seguramente el imaginario más satírico, el inclinado a la parodia, hizo cundir la fama de las gambas con tal de que los usuarios tuvieran motivo para reír un rato. De cualquier forma, en los bares del Compás de la Victoria cunden hoy por igual raciones de gambas y de almejas, que, debidamente condimentadas, están riquísimas. Lo curioso es el modo en que la Historia tiende a repetirse (como las morcillas, que diría Ángel González; no en vano las dos se hacen con sangre): afirman ciertas autoridades bioquímicas, no sé muy bien cuáles, que el masivo chupeteo litúrgico de las cabezas de las gambas, placer irredento, familiar y nostálgico donde los haya, puede resultar nocivo dada la alta concentración acumulada en tan sabrosos apéndices de cadmio, elemento que en dosis elevadas puede dejar el riñón hecho un Cristo. Nada dicen las mismas autoridades de las almejas, que seguro serán saludables, sobre todo si están bien limpias. Y, no sé, sospecho que en alguna parte debe figurar una letra pequeña que advierta de que el cadmio tenderá a afectar con mayor pronunciación a quienes más dificultades tengan para hacerse con un plato de gambas como Dios manda. Quienes se lo puedan permitir sin ni siquiera darse cuenta saldrán seguro mejor parados y podrán chupar las cabezas con total tranquilidad. Lo que sí dicen las autoridades competentes en materia alimentaria es que el consumo de insectos, que esto sí que era comida de pobres en tiempos de la hambre, es sanísimo. Y asentado no ya el descrédito, sino la directa criminalización del consumo de carne, lo que sin remedio atañe al jamón, sólo podremos concluir que la cena idónea para Nochebuena, la que nos podemos permitir y la que mejor nos sienta, estará formada en su totalidad por grillos, larvas, saltamontes y brotes de soja, con un vasito de agua. A tal conclusión cabe llegar si hacemos caso a quienes dicen saber mucho de esto.
Dejada la cabeza sin chupar, este 2019 se dispone a decir adiós bajo una preclara persecución de la alegría. Lo tremendo es el modo en que la sociedad española, con el apoyo entusiasta de ciertos medios de comunicación, ha blanqueado este propósito hasta hacerlo parecer moderno, distinguido, clave del éxito, como la app más fetén. Ya no sólo corresponde tener miedo a que te metan una denuncia por poner a tus alumnos un vídeo que todo el mundo debería ver, o por decir algo irreverente en un artículo o en una obra de teatro, o por querer sacar la cabeza más allá de la censura que con tanto vigor a vuelto a imponerse; lo suyo, además, es aspirar a la vida miserable y los trabajos de mierda como si la precariedad nos convirtiera en algo parecido al joven Rimbaud, seres de luz llenos de inspiración. Ante semejante atropello, mi propósito para 2020 es reivindicar el hedonismo. Que no es, como dicen los garantes de la moral desde antiguo, contrario a la solidaridad. Ni mucho menos. La buena vida es de todos. A por ella.
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